Otra noche, otro consejo, los Dakota de Pequeño Cuervo, reunidos en torno a sus hogueras, curando sus heridas y llorando a sus muertos, sin duda se preguntaban ya cómo habían hecho para meterse en aquella terrible aventura. De nada les servía recordar sus tierras perdidas, los agravios sufridos y los abusos soportados. Su rebelión, iniciada aquel 18 de agosto de terrible memoria, parecía al borde del fracaso tras la derrota sufrida durante la jornada en su segundo ataque a Fort Ridgely. No había marcha atrás y solo les quedaba una carta por jugar, de modo que mientras un grupo marcharía hacia los poblados al amanecer, seguramente con los heridos, unos cuatrocientos guerreros (hasta seiscientos cincuenta, según algunas fuentes) iban a partir, esa misma noche, contra New Ulm.
Eran las 9.30 horas del 23 de agosto de 1862 cuando los indios surgieron sigilosamente de los bosques, avanzando en silencio por la pradera, ocultos por la base del risco que se alzaba sobre la ciudad. Poco a poco se fueron desplegando en línea, con las alas más adelantadas como si su objetivo fuera rodear a los defensores que, esta vez, no se habían atrincherado dentro de la ciudad, sino que se hallaban desplegados en un escalón sobre la ladera del risco y formando, a su vez, una fila que cruzaba la pradera. Por mucho que esta hubiera sido su intención, los Dakota no tenían el factor sorpresa a su favor. Aun así, eran un enemigo a tener en cuenta. “Cuando estaba más o menos a dos kilómetros de dónde nos encontrábamos, la masa empezó a desplegarse como un abanico e incrementó la velocidad de su avance… –escribiría posteriormente el juez Flandrau, jefe de la defensa–. Entonces, los salvajes emitieron un alarido terrorífico y cayeron sobre nosotros como el viento”.
Para la fila de colonos posicionada en campo abierto aquello fue decisivo. Eran granjeros, no soldados, y aquel grito terrible hizo que rompieran filas y abandonaran la posición desde la que habían esperado proteger los edificios de su pequeña ciudad, y corrieran hacia las barricadas erigidas en el interior, que tan bien les habían servido unos días antes. En el centro de la acción, Flandrau no se dejó amilanar por el pánico de sus conciudadanos y, pronto, sin duda tras una buena dosis de insultos y obscenidades, empezó a reorganizar la defensa del núcleo de New Ulm. Envió un grupo de tiradores a un molino de piedra y otro al edificio de correos, que era de ladrillo. Desde ambos se dominaba el acceso a las barricadas. También ordenó que algunos voluntarios incendiaran los edificios más cercanos a las nuevas posiciones defensivas, para abrir campos de fuego y poder acabar con los asaltantes antes de que estos pudieran siquiera acercarse a las barricadas, donde los demás esperarían a pie firme pues ya no tenían dónde ir debido a que el pueblo estaba rodeado. El hecho de que los Dakota también incendiaran los edificios fue un error pues, una vez que estos hubieron ardido por completo, quedó un gran espacio abierto en el que iban a ser blanco fácil de las balas de los colonos.
El tiroteo duró horas, hasta que a media tarde los Dakota vieron una oportunidad en el viento que soplaba desde el río. En aquella dirección todavía quedaban algunos edificios intactos, que los asaltantes incendiaron para poder avanzar hacia las barricadas protegidos por el humo. Así consiguieron ganar terreno, pero, al final, quedaba un tramo descubierto. Entonces entró en escena un grupo de unos sesenta guerreros que, algunos de ellos montados sobre ponis, pero otros a pie, se lanzaron aullando contra los defensores. Flandrau, que sabía cómo podía acabar aquello, ordenó que se lanzara una contracarga de inmediato. Era el momento crucial y en esta ocasión los colonos, que tras varias horas de combate estaban enardecidos, avanzaron a pie firme y rechazaron a los asaltantes, que salieron a escapa acompañados por una última andanada de fusilería. Al final de la batalla los habitantes de New Ulm deploraban alrededor de sesenta bajas, diez de ellos muertos, según el informe de Flandrau, y la ciudad había quedado tan arrasada que la abandonarían al día siguiente.
Entre los indios, la situación era mucho peor. Se desconoce cuántas bajas habían sufrido, pero esto no era, en cierto modo, lo más importante. Lo verdaderamente trágico es que habían dado un puntapié a la colmena y que no tardarían en llegar miles de soldados de azul. Lo que los Dakota no habían sido capaces de aquilatar es que, por mucho que el Gobierno de Washington estuviera empeñado en una guerra dura y cruel al otro lado del Mississippi, los efectivos necesarios para pacificar Minnesota eran ínfimos en comparación con los ejércitos que marchaban unos contra otros para masacrarse, con cifras que a Pequeño Cuervo le habrían parecido, de haberlas conocido entonces, totalmente fantasiosas.
Además, Lincoln iba a enviar a aquel escenario a un general especialmente rabioso, John Pope, a punto de ser derrotada contundentemente en la segunda batalla de Bull Run (29-30 de agosto) y de caer en desgracia. Si para el Ejército de la Unión Minnesota era el fin del mundo, para Pope era su última oportunidad de destacar, e iba a hacerlo llevando a los indios una guerra total y sin cuartel.
Me hubiera gustado conocer la campaña de represalia. Pobres dakotas.
Todo se andará. Por ahora, vamos a ir a la soleada Italia.