«Como mensajero, su frialdad y valentía, tanto en las trincheras como en los combates en campo abierto, han sido ejemplares e, invariablemente, se ha presentado voluntario para ejecutar tareas en las condiciones más difíciles y peligrosas. Cada vez que las comunicaciones han sido completamente eliminadas en un momento crítico de la batalla, los mensajes importantes han llegado a su destino, a través de todo tipo de dificultades, gracias a los incasables y devotos esfuerzos de Hitler. Recibió la Cruz de Hierro de segunda clase por su valentía el 1 de diciembre de 1914. Merece enteramente la Cruz de Hierro de primera clase».
Así rezaba la citación del teniente Hugo Gutmann, judío y superior de Hitler en aquel momento, proponiéndolo para que se le entregara la preciada condecoración. Aquella citación, valentía, todas estas virtudes, servirían al cabo austríaco, una vez convertido en Führer, para amilanar a muchos de sus generales. Sin embargo, las cosas no eran tan evidentes. Creemos saber que, casi finalizando la primera guerra mundial, Hitler sufrió un ataque de gases que lo dejó ciego, sin embargo, hay autores, como Joachim Fest, que consideran que dicha ceguera fue autoinducida, y tuvo mucho que ver con el repentino cambio sufrido por la guerra.
Al principio, dirá Hitler en Mein Kampf, “era incapaz de leer los periódicos”, y en los días siguientes “fui encontrándome mejor. El agudo dolor de mis cuencas oculares fue disminuyendo lentamente, conseguí distinguir las formas que me rodeaban… estaba a punto de mejorar cuando sucedió aquella cosa monstruosa”. Se está refiriendo a la rendición de Alemania. “No pude soportarlo más. Se me hizo imposible mantenerme quieto un solo minuto más. Mi vista volvió a oscurecerse por completo. A tientas, volví a mi dormitorio, me arrojé sobre mi camastro y enterré mi cabeza ardiente de dolor en mis mantas y mi almohada”.
Peter Caddick-Adams añade algo más de leña a esta historia, reuniendo afirmaciones de Hitler a Albert Speer en 1942, en el sentido de que su vista no valía nada si era para ver un mundo en que su nación era esclavizada; y en 1944 afirmando que temía perder la vista una vez más, como le había sucedido al final de la primera guerra mundial.
¿Es posible que a Hitler no le pasara nada en los ojos? Lewis y Toland amplían la historia, indicando que, mientras estaba en el hospital de Pasewalk, se recomendó que recibiera tratamiento psiquiátrico, a manos del neuropsiquiatra del hospital, el Dr. Edmund Forster, quien decidió tratar al paciente por medio de la agresión, con la idea de que lo que sufría en realidad era un ataque de histeria causado por una carencia de fuerza de voluntad. Forster llegaría a la conclusión de que, en realidad, Hitler no estaba ciego, sino de que su problema era meramente psicológico: su mente se negaba a ver la rendición de Alemania; y Hitler, incapaz de reconocer que había sido objeto de una enfermedad “de débiles”, prefirió insistir en que su mal era físico, y en consecuencia, su herida era honorable.
Sin embargo, Hitler se curaría, y de una manera que marcaría el resto de su vida, como veremos en una próxima entrada.