BELGRADO, nos halamos en el despacho del Barón Giesl, el embajador austríaco, quien se halla reunido nada menos que con el también Barón Nikolai Hartwig, embajador ruso y principal defensor del paneslavismo serbio con el apoyo de San Petersburgo. Podría incluso decirse que parte de la agitación serbia es culpa suya, o gracias a él. Ambos hombres se han reunido en hora tan tardía para solventar algunos equívocos, como la fiesta celebrada por Hartwig la misma noche del asesinato, o el hecho de que la legación rusa fuera la única que no tenía la bandera a media asta el día del funeral. Hartwig se disculpa, Giesl acepta.
Justo en este momento Hartwig se pone a hablar en defensa de Serbia, pero apenas ha pronunciado unas palabras cuando parece perder el conocimiento y cae deslizándose lentamente de la silla en la que estaba sentado.
En la legación austríaca cunde el pánico. Se envía a buscar a un médico serbio local, se le aplica agua, colonia, éter y hielo, todo es en vano; el embajador ruso ha muerto. Mientras trataban de reanimarlo otro carruaje a partido en busca de su hija Ludmila, quien ha estado pasando la tarde con el príncipe heredero Alejandro de Serbia. Poco después del deceso llega la hija, que pasa de largo sin molestarse en contestar al pésame que le ofrece la barones Giesl para entrar como un tornado en el despacho del embajador, registrándolo todo, analizándolo todo y preguntándolo todo: buscando a todas luces evidencias del asesinato de su padre.
Sin embargo nada puede garantizar que así haya sido. Hartwig era obeso, hipertenso, había sufrido una angina de pecho y era presa de frecuentes jaquecas. Por todo ello solía ir a Bad Nauheim (en Alemania, casualmente) todos los años para someterse a una cura de salud. Le faltaban tres días para partir, y lo más probable es que fuera el estrés quien lo matara, y no un envenenamiento, como afirmarán los periódicos serbios.
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