El 22 de junio de 1941 Alemania rompió todos sus acuerdos con la Unión Soviética y desencadenó la Operación Barbarroja. En dos semanas, la ofensiva del Heeresgruppe Nord se hizo dueña primero de Lituania, país del que ya hablamos, luego de Letonia, que trataremos, y por fin llegó a Estonia. Para cuando lo hizo, una buena parte de los estonios enrolados a la fuerza en el Ejército Rojo había desertado.
Algunos se pasaron a los alemanes, pero otros organizaron una guerrilla, los “Hermanos de los Bosques”. Esta fuerza, con apoyo de un pequeño núcleo de ochenta estonios exiliados al servicio de la Abwehr –el servicio secreto de la Wehrmacht–, que se habían infiltrado en el país nada más estallar las hostilidades, tuvo dos objetivos primordiales: reconocer el terreno para las tropas alemanas y ayudar a los estonios a acabar con los batallones de exterminio soviéticos, dedicados a implementar la táctica de tierra quemada en todo el país.
Ediciones Salamina acaba de publicar Moscú 1941, la tercera entrega de la monumental obra sobre la Operación Barbarroja de David Stahel. El invierno se ha echado encima y la Wehrmacht expira su último aliento contra las líneas soviéticas mientras el Ejército Rojo concentraba reservas para una ofensiva.
En noviembre de 1941, Hitler ordenó a las fuerzas alemanas que completasen su avance final sobre Moscú, por entonces a menos de 100 kilómetros de distancia. El Grupo de Ejércitos Centro pasó al ataque con el objetivo de romper en un último intento la resistencia soviética antes de la llegada del invierno. Desde la perspectiva alemana, el avance final sobre la capital soviética reunía todos los ingredientes para una dramática batalla decisiva en el Este que, según otros estudios anteriores, solo fracasó a las puertas de Moscú.
A pesar de que Hollywood, y no solo ellos, ha querido describir a los oficiales alemanes de la Segunda Guerra Mundial como zombis incapaces de pensar por sí mismo, un mito cuyas interesantes raíces se basan tanto en la incomprensión de su interesante sistema de mando y control como en el argumento de la “obediencia debida” que tanto esgrimieron estos a posteriori para congraciarse con los vencedores, estos conformaron un cuerpo muy bien preparado, flexible y creativo, y fueron una de las armas fundamentales con que contaría la Wehrmacht hitleriana durante la contienda.
El programa básico de entrenamiento de los oficiales quedó definido por la Regulación Militar 29A, emitida en noviembre de 1920 y que iba a estar en vigor hasta 1931. Inicialmente, solo pudieron acceder a las escuelas de formación los oficiales veteranos de la Primera Guerra Mundial, pero a partir del segundo curso: 1921-22, empezaron a ser aceptados también aquellos que no eran veteranos. El sistema de formación tuvo un primer periodo, que podríamos llamar de prueba, hasta 1924, cuando tras una profunda revisión, el mismísimo Hans von Seeckt (comandante en jefe, de facto, del Ejército alemán) ordenó que se aumentara el nivel de exigencia tanto en los requisitos de admisión del candidato como en los programas formativos en las escuelas específicas de cada arma.
El 30 de enero de 1933, un agitador político, ex golpista fracasado y líder del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, fue nombrado canciller de Alemania por el Presidente Paul von Hindemburg, finiquitando la república de Weimar y abriéndose una nueva y oscura etapa de la historia alemana contemporánea, la era del nacismo, que solo duraría doce años, pero dejaría al país arrasado.
Si bien la ideología nazi fue el paradigma del ultranacionalismo, la violencia y la agresividad militar, hay que dejar claro que estas tendencias eran más comunes de lo que se piensa en la sociedad alemana de entreguerras. Asociaciones de veteranos, grupos paramilitares, como el Stahlhelm, y organizaciones de diversas orientaciones políticas, llevaban cultivando la necesidad de que Alemania volviera a ser una nación fuerte, que había que borrar la vergüenza del “diktat” de Versalles y el mito de la “puñalada en la espalda” desde 1918. Una de estas agrupaciones, muy institucionalizada, era la Reichswehr, el ejército alemán surgido del tratado de Versalles. Reducido a no más de 100 000 efectivos, que sin derecho a tener aviones, submarinos u otras armas modernas, llevaba clamando y trabajando por la necesidad de que Alemania se rearmara desde 1919, y aunque los diversos gobiernos de la era de Weimar permitieron que sus jefes implementaran políticas de rearme en secreto, los años transcurridos hasta 1933 habían sido bastante estériles. Ninguno de los cancilleres democráticos de Alemania estaba dispuesto a arriesgar la posición internacional del país favoreciendo públicamente un rearme en contra de las estipulaciones del tratado de Versalles, sino que esperaban, mediante la colaboración con las demás naciones firmantes, lograr una revisión del mismo que les permitiera ocupar nuevamente su lugar en la política internacional.
Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies