El 9 de febrero de 1904 comenzó una guerra, en los confines del mundo, cuyas ondas de choque se extenderían a lo largo de todo el siglo XX. Aquella guerra interesó tanto a la opinión pública como a los observadores militares de los países industrializados, supuso el primer escalón del relevo de Europa, precipitó la Primera Guerra Mundial, determinó un nuevo conflicto en el pacífico y despertó las ilusiones de independencia de los pueblos colonizados por los europeos en África y en Europa. Nos referimos, claro está, a la guerra ruso japonesa.
No cabe duda que cuando el Imperio ruso y el japonés decidieron dirimir su disputa por Manchuria y Corea por medio de las armas, el arte militar se hallaba inmerso, en parte inadvertidamente, en un intenso proceso de cambio. Cincuenta años antes la Brigada Ligera había cargado contra los cañones rusos en Balaklava y, cuarenta antes, oleadas de tropas unionistas habían asaltado las posiciones atrincheradas confederadas en los prados y bosques de Spotsylvania Court House. En ambos casos la potencia de fuego arrasó a los atacantes, acabando definitivamente con los grandes asaltos al estilo napoleónico, pero no todos se dieron cuenta de esto. Nuevos fusiles y nuevas tácticas y la infantería prusiana pudo lanzarse de nuevo al asalto, como en Mars La Tour o en Sedán, durante la Guerra Franco-Prusiana, pero era una ilusión. Un arma nueva, la ametralladora, estaba a punto de adueñarse del campo de batalla, y no sería en 1914, sino diez años antes, en 1904.