No podemos acudir a la imagen tópica de los inmensos Könistiger surgiendo de entre la nieve y la niebla para arrollar las posiciones de vanguardia de los estadounidenses, sembrando muerte y caos entre los pozos de tirador y las posiciones de las ametralladoras, sería demasiado fácil. Sin embargo, la realidad de aquel 16 de diciembre tiene su propio glamour, qué duda cabe. Proyectiles de cañones y lanzacohetes surcando el cielo nocturno en la hora oscura que precede al alba, soldados infiltrándose por la nieve, en silencio, en largas columnas que se dirigen hacia el oeste, como en los tiempos de gloria de 1940, y la luminiscencia fantasmagórica de los focos antiaéreos, apuntando a las nubes y rebotando hacia los campos nevadas de las quebradas Ardenas.
La última gran ofensiva alemana de la Segunda Guerra Mundial es una de las batallas más evocadas por aquellos que quieren pensar en escenarios alternativos, en lo que hubiera podido ser y no fue. En cierto modo, quienes así lo hacen tienen algo de razón pues hacía mucho tiempo que los alemanes no habían sido capaces de lanzar una ofensiva a semejante escala. Tras los desastres sufridos en el segundo semestre de 1944 parecían acabados, hasta tal punto que los ejércitos de los aliados occidentales estaban convencidos de que la guerra acabaría antes de Navidad. Sin embargo se les iba a acabar el resuello, y los germanos iban a aprovechar el paso (o el salto) atrás para atacar mejor.