A finales de 1936 España estaba en guerra y la Alemania hitleriana apenas había dado un paso en su escalada hacia el conflicto mundial, remilitarizando Renania en marzo, si bien la situación europea era grave, mucho más lejos, en Extremo Oriente, parecía gestarse una nueva guerra. La tensión había comenzado en 1931, cuando el Imperio del Japón se había hecho con Manchuria, arrebatada a China, y creado el Estado títere de Manchukuo, que lo llevó a tener frontera directa –una frontera muy mal definida en algunos aspectos– con otro de los imperios de la región, el soviético.
Las fronteras de Manchuria se basaban en los tratados ruso-chinos de Aigún (1858) y Pekín (1860), y seguía, siempre que era posible, los grandes cauces fluviales para definir donde estaban los límites entre territorios. La precisión, y la indefinición, de estos tratados radicaba en que se basaban en las convenciones internacionales de la época para indicar a qué Estado fronterizo pertenecían las innumerables islas que surgían del cauce en base al canal principal de navegación. En el caso de la frontera del Amur, todas las islas situadas al sur o al oeste del cauce principal del río serían chinas, mientras que las situadas al norte o al este serían rusas. No hubo problemas hasta que los japoneses entraron en escena, o tal vez se debió a que la mejora en las comunicaciones hizo que la región fuera más accesible.