Tras el fracaso del ataque indio a New Ulm, los jóvenes guerreros Dakota volvieron a la reserva para buscar de nuevo el consejo de sus mayores, el mismo que habían desdeñado anteriormente. No cabe duda que en la reunión que se celebró esa noche los impulsivos atacantes del pueblo tuvieron que agachar las orejas. Había llegado el momento de Pequeño Cuervo y de los jefes que, en su momento, habían abogado a favor de atacar Fort Ridgely. El problema era que, con la llegada de diversos grupos de refuerzos, en ese momento la guarnición –de solo veintidós efectivos el día anterior– ascendía ya a unos trescientos hombres aptos para el combate, que estaban fortificando sus posiciones a toda prisa.
A la mañana siguiente, los jefes rebeldes se desplazaron hacia Fort Ridgely con unos cuatrocientos guerreros, una ventaja mínima, contra una posición defendida. Iba a ser necesario un buen plan de ataque y Pequeño Cuervo lo tenía. A primera hora de la mañana dividió a su partida en cuatro grupos, que se desplazaron hacia el fuerte ocultándose por barrancos boscosos, con la intención de rodearlo y lanzarse contra él desde todas partes a la vez. Llevaban un rato en movimiento cuando Pequeño Cuervo se hizo visible al oeste del fuerte, cabalgando arriba y abajo visiblemente, como si quisiera parlamentar. No cabe duda que los defensores, o al menos sus jefes, se fijaron en aquella solitaria figura que los amenazaba con todo tipo de males. Mientras, los indios se acercaban, ocultos, paso a paso, hacia su destino.