Para el rey Víctor Manuel III de Italia, el hombre del momento tenía que ser mariscal Pietro Badoglio. Militar de carrera desde 1892, había combatido en la invasión de Eritrea y en la Guerra Ítalo-Turca de 1912. Su actuación durante la Primera Guerra Mundial se había visto empañada por el desastre de Caporetto, cuando sus tropas se derrumbaron y escaparon ante el ataque austro-húngaro y alemán, pero la investigación posterior lo había eximido de toda responsabilidad y fue ascendido al puesto de subjefe del Estado Mayor. Sin embargo, iba a dedicar los años siguientes a borrar todo registro de su papel en la derrota.
Durante los años de entreguerras fue gobernador de Libia, que “pacificó” de modo brutal; y también combatió en la invasión de Etiopia, operación que terminó con la conquista de Addis Abeba. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Badoglio era jefe de Estado Mayor y se estaba encargando de reformular la estructura del ejército y crear una nueva doctrina operacional. Por entonces, aunque estaba en contra del Pacto de Acero, no se opuso a la entrada de Italia en la guerra y siguió en su cargo hasta que, tras la derrota en Grecia, dimitió.