Tras la derrota, más psicológica que real, del general McLellan y su Ejército del Potomac en las batallas de los siete días de finales de junio de 1862, la Guerra de Secesión había llegado a una especia de empate que llevó a las autoridades de Washington a proponer un cambio de estrategia. En vez de tratar de tomar Richmond, la capital confederada, ascendiendo por la península del río James, el ataque iba a llevarse a cabo desde el norte, y en vez de utilizar el Ejército del Potomac, Lincoln decidió crear una fuerza nueva, el Ejército de Virginia, que puso bajo el mando del general John Pope (1822-1892).
Pope había venido del oeste, donde se había labrado la reputación de ser una persona a la vez controvertida y eficaz. Había comandado tropas en Missouri y, sobre todo, el Ejército del Mississippi, con el que había conquistado New Madrid y tomado la Isla n.º 10, una poderosa posición fortificada en el centro del gran río, armada con cincuenta y ocho cañones, que bloqueaba la navegación hacia el sur. Tras haber abierto el Mississippi hasta Memphis, en Tennessee, Pope, considerado un fanfarrón por sus compañeros, y con una excesiva tendencia a meterse en política, estaba listo para ser llamado a los campos de batalla del este. Lo que sucedió no mucho después. Frases como: “vengo del oeste, donde solo hemos visto la espalda de nuestros enemigos”; o “mi cuartel general estará sobre mi silla de montar”, no tardarían en ayudarle a enajenarse la buena voluntad de los jefes de los cuerpos de ejércitos federales en Virginia, que además preferían a McLellan.