El 25 de junio de 1940, un zumbido estruendoso se extendió por el aire sobre el aeródromo de Burdeos-Merignac. En días anteriores, podría haberse tratado de un ataque aéreo, pero en aquella ocasión los grandes cuadrimotores no habían venido para destruir, sino para quedarse y convertirse en un problema. Desde el punto de vista de la Royal Navy, tener una escuadrilla de aquellos Focke Wulf 200 Condor, con un alcance de más de 3500 km, tan cerca de las vías de comunicación marítimas que comunican las islas con buena parte del imperio, suponía un problema de suma gravedad.
Pronto llegaría también la amenaza de los U-boote, pero fue en aquel preciso momento cuando los pensadores y estrategas del Reino Unido empezaron a plantearse la necesidad de construir y desplegar portaaviones de escolta, buques pequeños y de fabricación estandarizada que no necesitaban cargar gran cantidad de aparatos, solo los suficientes para detectar y ahuyentar, o mejor hundir, un submarino, o para entorpecer el ataque de los Condor, o mejor, derribarlos.