Por supuesto el aprendizaje no siempre era tan sencillo. En invierno, las condiciones atmosféricas solían alargar el proceso, y en verano, el calor podía provocar corrientes de aire ascendente que llegaban a ser peligrosas para los aprendices, hasta el punto de que los vuelos de entrenamiento solían hacerse al alba o al atardecer, recibiendo los alumnos permiso para efectuar la prueba del alba en pijama, cuestión de estar listos más rápidamente.
Otro elemento interesante –en todas las escuelas- eran los instructores. La mayoría eran pilotos “quemados”, algunos de los cuales, como cuentan las memorias de los aprendices, tartamudeaban hasta ser incomprensibles, mientras que otros se limitaban a acomodarse en tumbonas, cerca de los campos de entrenamiento, para observar las evoluciones de sus alumnos. Los consejos que daban también solían ser de lo más variopinto: si se le apaga el motor sobre una zona arbolada –horrible perspectiva- el mejor árbol sobre el que caer es el manzano; y si se le incendia el avión, indicaba otro –perspectiva, si cabe, aún más espantosa- lo que hay que hacer es cortar la gasolina y encomendarse a Dios.