23 de mayo de 1915, redoblan tambores y desfilan soldados; la nueva Italia, llena de emoción, entra en guerra, curiosamente no contra sus enemigos tradicionales a occidente de los Alpes, sino contra sus antiguos aliados austro-húngaros de la Triple Alianza. Como Alemania, la unificación italiana se había consumado en 1870 con la ocupación de Roma y la disolución de los Estados Pontificios. Empezaba una nueva era en la que Italia quería tener mucho que decir, la Guerra Italo-Turca de 1911-1912 había sido un ejemplo, pero la prueba de fuego estaba por llegar.
En 1914, sin embargo, el país latino se había negado a entrar en guerra a pesar de los acuerdos firmados. Alemania trató de amenazar y sobornar, pero a pesar de que el Primer Ministro romano, Antonio Salandra, si quería participar en la contienda, la situación no lo recomendaba. Salvo el norte, más industrializado, Italia era un país atrasado, con una gran preponderancia del ámbito rural cuya población, pobre e iletrada, si bien era un material bastante decente para convertir en soldados, tenía poco conocimientos de los aspectos tecnológicos que permitirían el manejo de armas más complejas como los morteros o las ametralladoras; y por supuesto carecían de muchos de los conocimientos básicos para formar buenos suboficiales. Por supuesto, excluimos los oficiales, originarios de las capas más altas de la sociedad. La difícil situación económica por la que estaba pasando entonces el país también era un argumento en contra de entrar en guerra.