Traemos hoy un extracto de las maravillosas Memorias del capitán Coignet (Ediciones Salamina), granadero de la Guardia Imperial de Napoleón. Concretamente de la retirada de Napoleón a través de Alemania en 1813, donde tiene la ocasión de medirse montado y con sable a un oficial bávaro:
El emperador pasó la noche en un pequeño pabellón situado en una colina plantada de viñas. El día 23, ya en Erfurt, el rey Murat se separó de Napoleón con destino a Nápoles. En esos primeros días de marcha desertaron7 durante la noche las unidades sajonas que quedaban, y también las bávaras; solo los polacos nos permanecieron fieles. El ejército partió de Erfurt el 25 de octubre y se dirigió primero a Gotha y después a Fulda. El emperador, tras ser informado de una maniobra del general bávaro Wrede, marchó apresuradamente hacia Hanau.8 Al llegar al bosque atravesado por la carretera que llega a la entrada de la ciudad, Napoleón ordenó el alto y pasó la noche ultimando preparativos.
A la mañana siguiente caminó hasta su guardia con los brazos cruzados y dijo, «cuento con vosotros para que me abráis el camino hasta Fráncfort. Estad preparados. Debéis aplastarlos y pasarles por encima. No os compliquéis con los prisioneros; continuad adelante y haced que se arrepientan de habernos cortado el camino. Bastarán dos batallones (uno de cazadores y otro de granaderos), dos escuadrones de cazadores y dos de granaderos. Estaréis al mando de Friant». A continuación, se paseó por las filas hablándole a todo el mundo; aunque los rezagados se encontraron con una dura recepción de su parte.
Todo esto tuvo lugar en un frondoso bosque de pinos que nos ocultaba del enemigo; tuvimos que lidiar con una fuerza superior a la nuestra. El ejército bávaro que se nos oponía en este lugar ascendía a más de 40.000 hombres. El emperador dio la señal: los cazadores se pusieron en marcha primero, los granaderos les siguieron. El enemigo formó un cuerpo imponente. Mientras veía marchar a mis viejos camaradas me puse a temblar. Los granaderos a caballo, con toda la caballería, comenzaron a avanzar. Yo cabalgué hasta donde estaba el emperador. «¿Me permitirá su majestad que siga a los granaderos a caballo?». «Ve», me respondió, «así habrá otro valiente con ellos».
¡Me sentí muy contento de mi audacia! Nunca antes le había pedido nada; le temía demasiado. Nuestros viejos grognards de infantería fueron a encontrarse con ese gran contingente de hombres que los esperaba resueltamente en el lado opuesto de un arroyo que cruzaba la carretera, en el que vertían sus aguas algunas marismas grandes de las inmediaciones. Por un momento estuvimos entre dos fuegos. Si el enemigo hubiese aprovechado su oportunidad nos hubiésemos visto obligados a rendirnos. Era imposible maniobrar, estábamos chapoteando en lodo hasta las rodillas. Pero logramos cambiar la posición. Los cazadores se abalanzaron sobre los asustados bávaros, que no fueron capaces de contenerlos ni por un momento, y los hicieron trizas. Embestimos
contra ellos como el rayo; entonces la caballería abrió filas y se produjo la más terrible carnicería que nunca haya visto en mi vida.
Yo me vi en el extremo izquierdo de los granaderos a caballo y estaba ansioso por seguir al capitán. «No», dijo él; «tú y tu caballo sois demasiado pequeños; dificultaríais la maniobra». Lo consideré una provocación pero controlé mi temperamento. Mirando a mi alrededor vi una carretera a la izquierda que corría junto a la muralla de la ciudad. Por el lado en el que yo estaba, Hanau está protegida por un lienzo de muralla muy alto que oculta las casas. Galopé hacia delante. Una sección de bávaros se aproximó con un apuesto oficial a la cabeza. Al verme solo, éste cabalgó hacia mí. Yo me detuve. Él me atacó y trató de clavarme su larga espada en el cuerpo. Yo paré su golpe con la parte posterior de mi gran sable (que todavía conservo en mi casa). Entonces caí sobre él y le corté media cabeza.
Cayó al suelo redondo. Cogí su caballo por la brida y me fui al galope; su sección disparó sobre mi. Cabalgué como el viento hasta el lugar donde se hallaba el emperador con ese precioso caballo árabe que tenía una cola que parecía una pluma. Al verme cerca de su persona, el emperador me dijo, «así que has regresado. ¿De quién es ese caballo?». «Mío, Sire» (todavía llevaba el sable en la mano); «acabo de cortarle la cabeza a un apuesto oficial. Y he sido afortunado de hacerlo, pues era un bravo jinete. Él me atacó», le respondí. «Ahora tienes un buen caballo que montar, prepara todos mis carruajes; marcharás para Fráncfort esta noche, tan pronto como haya quedado abierta la carretera». «No podemos pasar: están apilados unos encima de otros», repliqué. «Haré que despejen la carretera de inmediato». En ese momento llegaron los ayudas de campo y dijeron a su majestad, «la victoria es completa». Entonces esnifó una buena cantidad de rapé. Disfrutó de otro día más de felicidad.
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