Quizá el mejor resumen de la motivación que impulsaba a los kamikaze la diese el teniente general Torashiro Kawabe en los interrogatorios de posguerra llevados a cabo por la Inspección de Bombardeo Estratégico (USSBS).
Según relató Kawabe: «creíamos que nuestras convicciones espirituales y fuerza moral podrían contrarrestar vuestras ventajas materiales y tecnológicas. No considerábamos que nuestros ataques fuesen ‘suicidas’. El piloto no comenzaba su misión con la intención de cometer suicidio (en el sentido de inmolarse por un estado de desesperación). Se veía a sí mismo como una bomba humana que destruiría cierta parte de la flota enemiga… y moriría feliz en la convicción de que su muerte era un paso adelante hacia la victoria final».
Por el lado Aliado, el informe de la USSBS describía al kamikaze como: «macabro, efectivo, extremadamente práctico dadas las circunstancias, apoyado y estimulado por una intensa campaña de propaganda».
La mención a la propaganda trae al debate un punto interesante. Aunque no hay razón para dudar de que todos los kamikaze eran voluntarios, debe admitirse que el piloto japonés que declinaba presentarse voluntario cuando se le daba la oportunidad de hacerlo mostraba una gran fortaleza moral. Cuando la propaganda radiofónica y las películas presentaban la imagen de las «águilas salvajes» de Japón en términos del pasado heroico; cuando el Ministerio de Información exhortaba a la población en noviembre en 1944 a «aguantar firme… o de otro modo ¿cómo os justificaréis ante los espíritus de la Fuerza de Ataque Especial Kamikaze?»; y cuando se informó ampliamente de que cuando informaron al emperador Hirohito de los éxitos del teniente Seki este había dicho, «sin duda hicieron un buen trabajo» (aunque omitiendo la pregunta «¿Era necesario llegar a tal extremo?» que precedía a la afirmación anterior), y después de que autorizase la «última comida» de los Kamikaze –arroz y guisantes, pescado y sake- servido en el Palacio Imperial el día de Año Nuevo; era casi imposible para un joven piloto resistirse a prestarse voluntario.
En cualquier caso, aunque potenciado por la intensa campaña propagandística, el entusiasmo de la gran mayoría de los kamikaze era genuino. Un piloto que se presentaba voluntario para un «ataque especial» podía esperar semanas o meses antes de llevar a cabo su misión; y el hecho de que parece que muy poco cedieron finalmente a la presión durante el tiempo de espera a una muerte cierta demuestra que su dedicación no se basaba meramente en un fervor emocional.
Las recompensas materiales eran ciertamente exiguas; apenas unos pequeños privilegios y ceremonias celebradas a su partida que veremos en otra entrada.
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Eso de la victoria final, suena a escusa barata. Que pensara así un soldado o un campesino tiene un pase, pero la formación de los oficiales les hacía saber perfectamente que tenían perdida la guerra y que ni con una tasa de éxito en los ataques del 100% hubieran podido revertir la marea de la guerra.