Los escritores japoneses han presentado la versión de que Onishi solo concibió una actividad kamikaze temporal, quizá limitada a aquellos pilotos que se prestasen voluntarios en Mabalacat para una misión en las Filipinas.
Esto es dudoso. Es posible que los kamikaze de Mabalacat y los cientos que habrían de seguirlos pensasen que su sacrificio alteraría el curso de la guerra. Pero cabe la posibilidad de que con la iniciativa de Onishi de comenzar una estrategia Kamikaze, el Alto Mando Imperial tuviera puestas las miras más allá, incluso del final de la propia guerra y de la derrota japonesa.
La estrategia suicida (que trasciende al fenómeno kamikaze que estamos tratando aquí, y que se dio en otras formas ya tratadas en otras entradas como los ataques de mini submarinos o los ataques giretsu), podría no ser vista por el Alto Mando como una forma de ganar la guerra, sino como una manera de acabarla de un modo honorable.
La estrategia suicida perseguía tres grandes objetivos, en orden de prioridades: dar una prueba incontestable de la inflexible voluntad de luchar hasta el último hombre con el objeto de forzar al enemigo a considerar una paz negociada, descartando la rendición incondicional; retrasar la conquista enemiga de islas para convertirlas en bases aéreas en la senda de aproximación para una posible invasión hasta que se hubiesen ultimado todos los preparativos para la defensa de la tierra patria; y para alentar a la población para que participase en la defensa final con el espíritu expresado en el eslogan: «¡Cien millones morirán por el Emperador y la Nación!».
Hay quien ha dicho, entre ellos antiguos miembros de las unidades de «ataque especial», que el resultado de la estrategia kamikaze no se vio con claridad hasta después de la derrota japonesa en la guerra, cuando el autosacrificio de los soldados kamikaze permitió a Japón llevar con dignidad el deshonor de la derrota y posibilitar de ese modo el milagro económico de la posguerra.
Pero volviendo al corto plazo, había también razones prácticas para la formación de las escuadrillas suicidas. La escasez de aparatos no era una de ellas: aunque Onishi carecía de aviones en Filipinas, se recibirían unos 2.000 aparatos de reemplazo para el final de la campaña. Y aunque los aviones japoneses de primer nivel eran, para 1944, significativamente inferiores a los modelos de los aliados, el número no era un problema.
Japón produjo 16.693 aviones en 1943 y 28.180 en 1944, la mayor cifra de cualquier año de la guerra; la producción en los siete primeros meses de 1945 ascendió a 11.066. La escasez, por el contrario, residía en el número de pilotos, causado tanto por las pérdidas en combate como por la carencia de escuelas de entrenamiento, en gran medida a causa de la acuciante escasez de combustible.
En condiciones normales, la producción nacional de crudo ascendía a menos del 10 % de las necesidades anuales japonesas. Para 1944, dos tercios de la flota de petroleros, que traían el combustible a Japón desde los campos petrolíferos del sur del Pacífico conquistados en 1941-1942, había sido destruida por los aliados: solo el 40 % del crudo producido en el sur llegó a Japón en 1942; solo el 13,5 % en 1944, y nada en 1945. En 1944, el consumo total de crudo en Japón era de 19,4 millones de barriles, pero la producción tanto doméstica como importada solo fue de 7,81 millones de barriles y las reservas acumuladas antes de la guerra y en los primeros años de la misma se consumían rápidamente.
Por tanto, se carecía del suficiente combustible de aviación incluso para las unidades de primera línea o las escuelas de pilotos. El periodo de instrucción de los nuevos aviadores tuvo que ser recortado de las 100 horas de 1943 a 40 horas en 1944. El entrenamiento operativo fue también recortado, y con la creación de los kamikaze, las materias de navegación desaparecieron del todo del periodo de entrenamiento: un piloto experimentado podía guiar a todo un grupo de kamikaze a medio entrenar hasta su objetivo.
A las dificultades del breve periodo de entrenamiento de los pilotos se añadió la dificultad del combustible que se entregaba a la fuerza aérea, que cada vez iba diluido con una mayor proporción de alcohol, un 50 % en 1944 y creciendo, lo que hacía que el punto de inflamabilidad fuese muy bajo. Esto suponía que era casi imposible volver a arrancar los motores si estos se calaban en pleno vuelo, lo que incrementó de manera significativa los accidentes.
En la próxima entrada abordaremos el comienzo de las operaciones en Filipinas.
Viene de Viento Divino – El fenómeno Kamikaze japonés (V). Takajiro Onishi, el padre de los Kamikaze.
Pero aunque ese número de aviones pueda parecer tremendo es muy inferior al número de aviones producidos por los aliados. Ni aunque hubieran dispuesto de buenos pilotos eso les hubiera podido dar la victoria.