Una cálida y húmeda noche de junio de 1942 el príncipe Valerio Borghese, de la Marina Real italiana asistía como invitado a una cena organizada en el Cuartel General del Arma Submarina alemana en el Bosque de Boulogne a las afueras de París.
El caballero italiano era oficial del arma submarina de la Supermarina, el ministerio naval del gobierno italiano. Su anfitrión durante esa velada era también un valeroso submarinista, aunque de mucho mayor nivel. Se trataba del Almirante Karl Doenitz, comandante en jefe de la flota de submarinos alemana y padre de las tácticas de las manadas de lobos, la pesadilla de la marina mercante anglo-norteamericana en el teatro de operaciones del Atlántico Norte.
Hasta ese momento Doenitz había tenido ya ocasión de vivir suficientes éxitos y fracasos como para que nada pudiera alterarlo o sorprenderlo, con independencia de la materia. Pero el discurso de Borghese hizo que centrara toda su atención en el oficial italiano. Paró de comer y lo miró fijamente. ¿Puede repetir eso por favor?
Borghese asintió y repitió: Pretendemos atacar el puerto de Nueva York. Nuestro plan es llevar la guerra el río Hudson arriba hasta el corazón de la ciudad. Estamos completamentepreparados para llevar a cabo la operación por nuestros propios medios, pero necesitamos que nos preste apoyo logístico.
Así que usted atacará Nueva York. Doenitz continuó mirando fijamente al italiano. ¿Con qué?
Con nuestra Décima Flotilla MAS , replicó Borghese. Con nuestras lanchas rápidas, nuestros equipos de submarinistas y nuestros torpedos humanos, utilizándolos de la misma manera en que fueron empleados para hundir los navíos de guerra británicos en Alejandría. Del mismo modo que hundimos al Denby Dale en Gibraltar. Y de la misma forma que nuestros E-boats hucieron cuatro buques en una noche en la Bahía de Suda.
¿Y en Malta el pasado mes de julio?, se mofó Doenitz, donde su Décima fue casi aniquilada?
Borghese acusó el golpe. El ataque a Malta fue un error desde el comienzo. Yo no estaba al mando de la Décima en ese tiempo. Mi nombramiento se produjo con posterioridad, tras la carnicería. Varios de nosotros arriesgamos nuestras carreras por reprobar la operación de Malta. Se trataba de una misión imposible. Desde el principio sabíamos que solo podía significar una cosa: el glorioso e inevitable suicidio, lo que es una contradicción en los términos, ya que el suicidio nunca es inevitable. Y no hay gloria en dar la vida por algo que carece de significado.
Doenitz le interrmpió mientras se encendía un cigarro puro. ¿Por qué cree que Nueva York podría representar mayores probabilidades de éxito?
Por nuestros logros tras la debacle de Malta, replicó Borghese. Malta fue el punto de inflexión. Todos los ataques realizados desde entonces han sido exitosos.
El hombre aprende de sus errores, convino Doenitz. Especialmente en tiempos de guerra. De lo contrario entra en los libros de historia como una estadística más, y ninguno de nosotros disfruta de esa sombría perspectiva.
El almirante cambió de tema. Dígame, ¿qué le ha impresionado más de la cena que estamos disfrutando?
Una pregunta fácil, sonrió Borghese. Lo que más me impresiona es el hecho de que aquí en el Cuartel General del Arma Submarina estemos comiendo como campesinos. Eso ya es indicativo.
¿Y?, musitó Doenitz.
Sí. Desde que ustedes los alemanes ocuparon París, la percepción que hay en todo el mundo es que ustedes están disfrutando todo el día de fiestas orgiásticas, de los mejores vinos, de las mejores carnes y de suculencias como las lenguas de pavo real, yaciendo con bonitas mujeres en camas blandas, que es lo que les pasa siempre a los conquistadores.
Y de todo eso podría traer aquí solo con un chasquido de mis dedos, recalcó Doenitz. Las operaciones en el mercado negro aquí en París no tienen precedente en la historia militar. Las posibilidades son tentadoras. Podríamos estar cenando los más selectos manjares y lavando los pies de nuestras mujeres en champán, si quisiésemos.
Sí, musitó Borghese.
Y algunos de nuestros compatriotas están haciendo justo eso, continuó Doenitz. Los oficiales de las SS y de la Luftwaffe, por ejemplo. Pero esas no son las formas de los submarinistas. Nosotros somos un cuerpo duro y fuertemente disciplinado. Creemos en el cumplimiento de las restricciones de guerra al pie de la letra. Y de esta forma, cuando usted se sienta a mi mesa, príncipe Borghese, ¿qué recibe? Por almuerzo un plato de sopa de repollo, dos centímetros de queso en tubo, dos rebanadas de pan negro y una sola copa de vino. Y en la cena tal vez una pieza de ternera o conejo. ¿Entiende por qué estoy haciendo un punto de todo esto, Comandante? Borghese asintió brevemente. Supongo que sí.
Doenitz lo observó en silencio durante unos instantes. Estaba familiarizado con la trayectoria y el linaje del joven oficial. Sabía que los Borghese eran la auténtica realeza romana, descendiente de la antiguna familia toscana que había conocido el poder y la pompa durante más de 400 años, una estirpe familiar que incluía al Papa Pablo V en el siglo XVII, una estirpe de combatientes, de rudeza y de valentía, de intrigas y de lealtades. Borghese era, a sus 35 años, el concepto romántico de como debía ser y comportarse un noble italiano. En Roma, lo llamaban «El Príncipe Negro».
Si, balbuceó Doenitz al fin. Lo entiende. Usted es un fascista convencido, y yo no siempre apruebo esa filosofía política. Pero es usted también un hombre de percepciones e inteligencia, uno que sabe que la capacidad para controlar a los hombres descansa en la capacidad de controlarse a sí mismo. No puede haber una cosa sin la otra y su historial demuestra que usted es perfectamente consciente de ello.
Gracias almirante.
Estoy familiarizado, príncipe Borghese, con la historia de la Décima Flotilla, continuó el almirante. Se han ganado mi simpatía y mi aprecio. Han luchado en situaciones límite y han obtenido victorias increíbles. Usted ha llegado aquí con magníficas credenciales.
Continua en Nueva York, la Xª Flotilla MAS y el Almirante Doenitz (2ª Parte)
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