Esta es la historia operativa del portaaviones Bunker Hill en el teatro del Pacífico vista con los ojos de uno de sus marineros.
Un chico de pueblo, William Rowe, se decidió por la marina por creer que tendría una vida mejor que en las otras ramas del ejército en los tiempos de guerra que corrían. Pensaba que tendría un sitio decente para dormir, que no tendría que comer Raciones-C ni dormir en pozos de tirador. Y que mientras no lo torpedeasen, todo iría como la seda.
Tras un periodo de adiestramiento inicial en el Centro de Entrenamiento Great Lakes, cerca de Chicago, obtuvo destino. Lo siguiente fue un tren de tropas hacia la costa oeste, y después otro tren hasta el arsenal de la marina de Bremerton en Puget Sound, cerca de Seattle, en el estado de Washington. Allí se encontró se sopetón con un imponente buque recién construido, el portaaviones Bunker Hill.
La vista del navío era imponente. Lo primero que pensó William fue que era como mirar a un edificio de apartamentos, como una pequeña ciudad, con su propia biblioteca, cantinas, y capillas. Y más aún, formaría parte de su tripulación junto con otros 3.200 hombres, casi tantos como habitantes había dejado atrás en su pueblo de Painesdale (Michigan).
El Bunker Hill zarpó poco tiempo después con rumbo al teatro del Pacífico y en pocos días estuvo en su puesto apoyando los desembarcos norteamericanos en Iwo Jima, donde según William, el ruido era insoportable, con aviones yendo y viniendo junto con los cañones de los navíos, todos aplastando la isla.
El marinero de segunda Rowe había sido destinado a un puesto de cargador de un cañón de 20 mm. En una ocasión estaba de observador, una guardia de cuatro horas en la que estuvo tumbado sobre la cubierta mirando hacia arriba. Había centrado su mirada en un avión que sobrevolaba la vertical del portaaviones. De repente se dio cuenta de que se trataba de un bombardero japonés que se dirigía directamente contra el navío. Se suponía que Rowe tenía que dar la alarma al resto de la dotación del cañón, pero estaba tan asustado que no fue capaz de articular palabra.
El aparato enemigo arrojó entonces una bomba, pero falló por escasos metros. Cuando sus compañeros le reprendieron su comportamiento, Rowe les dijo que se había quedado paralizado, así que lo instaron a decir algo la siguiente vez, aunque fuese «hijo de perra».
En la campaña de Okinawa en el mes de abril de 1945, los japoneses respondieron con la campaña más intensa de ataques kamikaze hasta la fecha. Todos los marineros mascaban el peligro, pero en especial los de los portaaviones, que constituían el blanco principal. Ciertamente no era el ejército ni los pozos de tirador, pero peligroso lo era un rato. Según Rowe, era un blanco flotante 24 horas al día, como vivir en el punto central de una diana.
Entonces llegó el 11 de mayo de 1945. Todos los hombres estaban en sus puestos de combate a las 10:45 de la mañana, aunque había cierto relajamiento y mientras los vigías oteaban los cielos, el resto del personal leía o escribía cartas. De repente, dos aviones kamikaze salieron de las nubes cercanas. Nadie se explicó después como habían sido capaces de escapar del fuego antiaéreo de los navíos de escolta, pero lo cierto es que estaban allí sobre el Bunker Hill antes de que nadie pudiese reaccionar.
El primero, un zero, arrojó una bomba que penetró la cubierta de madera, atravesó una sección del casco y estalló en el agua. El zero, sin embargo, se dirigió contra los treinta aviones agrupados en la parte trasera de la pista, y armado y con los depósitos llenos de combustible se estampó contra los aviones, cayendo posteriormente al mar y dejando atrás un infierno en llamas.
Continuará en la siguente entrada…
Si te gustó, te puede interesar Planificación y captura del U-505 por el Grupo de Combate 22.3 (1.ª Parte)
La capacidad del a US NAVY para poner en servicio buques durante la IIGM llegó a ser rapidísima. Recien acabados y al «frente».
Por otra parte las cubiertas de madera permitían llevar más aviones pero los hacía muy vulnerables.