Empecemos esta segunda entrega con un equívoco, porque la idea que enunciábamos al final de la entrada anterior de que dos portaaviones valen el cuádruple que uno la había emitido uno de los oficiales más singulares de la flota estadounidense, el vicealmirante William F. Halsey, un luchador, un león según Jeffrey R. Cox, y la idea era dar ánimos a sus subordinados, dado que ahora los norteamericanos tenían dos portaaviones en la zona de las islas Santa Cruz. Es curioso que en ningún momento cayera en la cuenta de que los japoneses tenían cuatro (y podrían haber sido cinco de no ser por el incendio a bordo del Hiyo). ¿Cuánto valían cuatro portaaviones?
Sin embargo, confiado, Halsey envió unas órdenes sumamente atrevidas al contralmirante Kinkaid, al mando de la fuerza aeronaval estadounidense en la región (luego nos referiremos a la estructura de las fuerzas estadounidenses en la región). Estas rezaban: “Haga un barrido rodeando por el norte de las islas Santa Cruz, y luego hacia el suroeste por el este de San Cristóbal hasta un punto en el mar del Coral, colocándose en posición para interceptar las fuerzas enemigas que se aproximan [a Guadalcanal o Tulagi]”. A este texto le faltaba un trozo, el que ordenaba a Kinkaid que no se aventurara si llegaba una flota japonesa desde el norte, justo lo que estaba sucediendo, pero estas instrucciones se habían perdido en el éter, y Kinkaid, con la intención de tender una emboscada a cualquier fuerza nipona que tratara de acercarse a Guadalcanal, navegaba ahora hacia su destino.
Esta operación era el resultado de un cambio fundamental en la forma de actuar de los estadounidenses, un cambio provocado el día 16 de octubre a las 16.00, cuando el vicealmirante Ghormley, comandante en jefe en el Pacífico sur, envió el siguiente mensaje a sus jefes, los almirantes Nimitz y King. “Parece que el enemigo está haciendo un esfuerzo completo contra CACTUS [Guadalcanal], posiblemente también contra otras posiciones. Mis fuerzas son totalmente inadecuadas para enfrentarse a la situación. Solicito urgentemente todos los refuerzos posibles”.
Dos días después, a las 14.00 horas, un hidroavión Catalina de largo alcance aterrizó en el puerto de Nouméa, a bordo viajaba Halsey, que debía tomar el mando de la fuerza del Enterprise y, mientras este llegaba y se reabastecía, estaba aprovechando para visitar al vicealmirante Ghormley, su jefe. Nada más detenerse el hidro, se le abarloó una lancha a bordo de la cual viajaba el ayudante de campo de Ghormley, quien le saludó y le entregó un sobre. Dentro de este, como si se tratara de una muñeca rusa, había otro sobre que se había estampado la palabra SECRETO. Halsey lo abrió: “CINCPAC [comandante en jefe del Pacífico central, es decir, el propio Nimitz] –rezaba el encabezado–. Tomará el mando de la zona del Pacífico sur y de las fuerzas del Pacífico sur de inmediato”. En resumen, Halsey tenía que relevar a su jefe, cuyo último mensaje y constantes cautela y derrotismo habían acabado con la paciencia de sus superiores.
Al menos, cuando Halsey embarcó en el USN Argonne, el barco de mando de Ghormley, no lo hizo a puerta fría pues el sustituido ya había sido avisado de lo que se le venía encima. A pesar de que ambos eran amigos desde la academia naval, la situación no tardó en ponerse tensa. Ghormley era muy consciente de que había ido perdiendo la confianza de sus superiores, por diversos motivos: no había asistido a diversas reuniones de planificación, se había resistido a tomar el mando a flote a pesar de tener órdenes de “mandar personalmente en la zona de operaciones”; por utilizar una metáfora del propio Nimitz, no jugaba para ganar, sino para no perder, y eso era totalmente insuficiente.
La noticia del nombramiento de Halsey corrió como la pólvora, llenando de alegría a tripulaciones, pilotos y combatientes por igual, especialmente para la machacada guarnición de la isla de Guadalcanal. Las cosas no tardaron en cambiar. Para empezar, la base de la flota, que se hallaba en Auckland, Nueva Zelanda, fue desplazada a Nouméa, donde él se encontraba; y a continuación decidió que abandonaría el USN Argonne, del que Ghormley no había bajado casi nunca, para instalar su puesto de mando en tierra, aunque tardaría, pues el gobernador francés de la isla le dio largas durante un mes hasta que, acompañado por un contingente de Marines, se instaló por sí mismo. Para entonces, su intervención ya había marcado una diferencia, se había celebrado la batalla de las islas Santa Cruz.
Los Norteamericanos conocían TODAS las comunicaciones japonesas, que desencriptaban en menos de 24 horas. Los japoneses usaban el mismo sistema de radio-mensajes que los alemanes (la máquina enigma con sus múltiples variantes), y era desencriptado en minutos. Con una ventaja así es imposible perder una guerra, cuando además los EEUU disponían de una ventaja brutal en material, industria de guerra, población, tecnología e innovación, materias primas, etc etc.
Todas las batallas perdidas por Japón se explican por esta ventaja absoluta en el ámbito de la inteligencia. Sin esta ventaja la guerra en el pacífico hubiera sido muy diferente, a pesar de la inmensa ventaja en armamento y capacidad industrial y humana de los Estadounidenses. Podría haber quedado en empate… y lo mismo en Europa frente a Alemania, en la que la guerra en dos frentes y sobre todo Enigma fueron las claves de la victoria aliada. Sin enigma Alemania hubiera podido incluso ganar.
Un saludo y felicidades por su web. A veces los «capítulos» de los temas son demasiado cortos y es un poco rollo esperar al siguiente, pero es magnífica. Muchas gracias y ánimo con el proyecto.
Fernando (Madrid).
Las comunicaciones que interceptaban los americanos eran las de las embajadas. La flota japonesa no usaba ninguna máquina enigma ni parecida. Los americanos no tenían ni idea de los movimientos del enemigo. Los japoneses cambiaban sus claves con frecuencia. Cuando los americanos empezaban a descifrar el código les duraba poco.