El coraje tiene muchos rostros, y ninguno más sublime que el mostrado por el oficial de vuelo Leslie Thomas Manser, RAFVR, 50º Escuadrón. A la edad de 20 años era capitán y primer piloto de un bombardero Manchester, tomando parte en el masivo raid sobre Colonia en la noche del 30 de mayo de 1942.
Se trató de la primera incursión aérea de la historia con una fuerza de 1.000 aviones y Manser obtendría en ella su Cruz Victoria. La mayor parte de los aviones del 50º Escuadrón formaban parte de la operación esa noche. El escuadrón era apodado «Bull’s Eye» (algo así como «Diana»), por la reputación que se había ganado dando a menudo en los blancos y haciéndolo con gran daño. Esa noche tendrían otra oportunidad para demostrar lo que sabían hacer.
Cuando el Manchester de Manser se estaba acercando a su objetivo, los insistentes focos de luz de los reflectores enemigos fijaron su avión. Atrapado en una jaula de luz se convirtió en el blanco del fuego antiaéreo alemán, recibiendo el suficiente como para que cualquier otro piloto rompiera la formación y cambiara el rumbo. Pero Manser sabía que Colonia no debía estar muy lejos a aquellas alturas y decidió continuar con la misión.
Las ráfagas iban cayendo cada vez más cerca y comenzaron a sacudir la cabina. Finalmente lograron encontrar el objetivo y lo bombardearon satisfactoriamente de acuerdo con el plan desde una altura de 2.300 metros. El fuego de la flak dañó al bombardero mientras la tripulación se disponía a comenzar el igualmente embarazoso trabajo de volver a casa. El fuego antiaéreo continuó acosando al bombardero mientras Manser trataba de eludirlo con maniobras evasivas. De nada sirvió y a cada momento se iba haciendo más intenso. En una maniobra desesperada picó el avión y bajó a 300 metros, pero tampoco esto fue de mucha ayuda.
Los impactos en el fuselaje se producían con mucha regularidad, y el artillero de cola fue herido por uno de ellos. La parte delantera de la cabina comenzó a llenarse de humo. El motor de babor comenzó a sobrecalentarse. Para entonces Manser sabía que estaban a tiempo de salvarse si se lanzaban en paracaídas, pero eso significaría ser hechos prisioneros.
No obstante, el avión seguía volando, así que decidió afrontar los peligros y tratar de salvar el aparato y su tripulación. Poniendo todo su empeño en el pilotaje del avión Manser logró elevarlo hasta unos 600 metros. Fue entonces cuando el motor de babor se incendió, después de haber estado recalentándose desde que salieron del cielo de Colonia. La tripulación tardó diez minutos en sofocar el incendio, teniendo que parar de paso el motor. Manser evaluó la situación. Parte del ala se había quemado, el motor de babor había dejado de funcionar, la velocidad estaba en niveles peligrosamente bajos y el humo seguía introduciéndose en la cabina, sin contar con que había un herido a bordo. El avión comenzó a perder altura de nuevo.
Parecía el principio del fin. A pesar de todos sus esfuerzos el aparato siguió descendiendo. La decisión era ya cuestión de segundos. ¿Debía ordenar a su tripulación que saltara en paracaídas? Se lo volvió a pensar y decidió variar el rumbo para dirigirse a la base más cercana. Haría lo posible y lo imposible por mantener al avión en el aire. El pilotaje se volvió cada vez más difícil y transcurridos unos pocos minutos supo que no podría evitar estrellarse.
Pensó en sus seis tripulantes. Él era el único soltero en el avión, así que debía procurar su salvación. Un sargento le pasó un paracaídas. Manser lo rechazó. «Solo podré mantener al avión controlado durante unos pocos segundos más. ¡Ve y salta!». No había tiempo para discusiones. Los hombres fueron saliendo por turno por las escotillas de escape. Los tres sargentos saltaron primero. Luego Manser indicó con un gesto que saltaran los dos oficiales. El segundo piloto le pidió que le dejara quedarse para ayudar, o al menos hasta que Manser se hubiera puesto el paracaídas. Éste le ordenó que saltaran de inmediato.
Mientras flotaban en el aire los oficiales vieron como el Manchester caía poco a poco a tierra y se estrellaba en suelo belga, llevándose consigo al oficial de vuelo Leslie Manser. El comandante de su base dijo sobre él: «fue el epítome de lo que un piloto debe ser. Para él volar no era una mera aventura, sino un deber que debía ser realizado de la mejor manera posible. Asumía cualquier peligro con tal de conseguir su objetivo, no de forma temeraria, sino desde la firme convicción de que estaba poniendo su granito de arena en una causa justa. Su final estuvo en consonancia, alcanzó su objetivo y salvó la vida de los miembros de su tripulación.
Veteranos y estandartes de grupos de la resistencia belga hacen un homenaje a Leslie Manser en su memorial, a unos metros de donde se estrelló su avión, el D-for Dog.
El mariscal del aire Harris escribió una carta al padre de Manser: «Acepte de mi parte personalmente, y en representación de mis camaradas y del ejército del aire, nuestros respetos acerca del señalado honor tan bien merecido que el Rey ha tenido a bien conferir a su valiente hijo. Ninguna Cruz Victoria se ha ganado de forma tan valerosa. Su brillante ejemplo de coraje insuperado y su firmeza ante la muerte constituirán una inspiración para nuestras armas, un recuerdo imperecedero para todos».
De los cinco miembros de la tripulación que saltaron uno fue hecho prisionero y cinco lograron escapar y llegar a Gran Bretaña, donde sus testimonios fueron claves para la concesión de la Cruz Victoria.
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