El inmenso conjunto de intereses y conflictos que supuso la Segunda Guerra Mundial no solo atrapó a las grandes potencias que la lideraron, sino a también a multitud de pequeños países que, a priori, solo aspiraban a la independencia. Tres de ellos países fueron Lituania, Letonia y Estonia, cuyos habitantes habían vivido durante siglos bajo el dominio de imperios extranjeros hasta que, con el derrumbe de la Rusia zarista, alcanzaron la independencia. Los años que siguieron fueron, sin embargo, diplomáticamente muy difíciles, pues tuvieron que elegir entre las dos grandes potencias que crecían junto a ellos. Al oeste el Tercer Reich alemán, cada vez más agresivo y expansionista, y al este el antiguo amo ruso, ahora convertido en la Unión Soviética, empeñado en recuperar los antiguos territorios de los zares.
La historia de estos países durante la Segunda Guerra Mundial es especialmente interesante. Perdieron su preciada independencia merced a las cláusulas secretas del pacto germano-soviético de agosto de 1939 y fueron ocupados por la Unión Soviética; fueron “liberados” en el verano de 1941 por los ejércitos de Hitler, pero solo durante un breve lapso de tiempo pues la derrota de Alemania los recolocaría definitivamente bajo el poder de Stalin y sus sucesores hasta finales del siglo XX. Vamos a dedicar pues algunas entradas a explicar el devenir de estos tres Estados, empezando por el más meridional.
LITUANIA, que en 1915 tenía unos dos millones de habitantes, inició su camino hacia la independencia en 1917, cuando los representantes de diversos partidos políticos crearon el Consejo de Estado en Vilna, su capital histórica, bajo la dirección de Antanas Smetona. A esta iniciativa puramente lituana no tardaron en unirse las minorías bielorrusa y judía, pero no la polaca, cuyos miembros abogaban a favor de una nueva unión polaco-lituana. Los intentos de buscar un rey alemán que gobernara el país molestaron mucho a los polacos, y fracasaron cuando, pocos meses después, Alemania perdió la guerra. Los lituanos se decantaron entonces por un sistema democrático y nombraron primer ministro a Augustinas Voldemaras.
El fracaso del ataque soviético de 1919, el conflicto o con la vecina Polonia por la localidad de Vilna, conquistada por esta, y diversos problemas sociales, llevaron a Smetona a actuar cada vez más dictatorialmente, dando al traste con el intento de democracia. La década de los treinta se vio sacudida por los intentos de golpe de Estado del Geležinis Vilkas (“Lobo de Hierro”) de corte fascista y por los problemas agrarios provocados por la existencia de grandes latifundios. A nivel internacional, durante esta década Lituania se vio aislada por dos graves problemas: la frontera con Polonia, un país que si tenía aliados en occidente y que desde el punto de vista lituano ocupaba indebidamente la localidad de Vilna; y la cuestión de Memel.
Sobre esta última localidad, el Tratado de Versalles había puesto el puerto y su territorio bajo control francés, hasta que fue ocupado por elementos guerrilleros lituanos en 1923. La retirada definitiva de los franceses dejó un statu quo interesante para nuestros protagonistas, hasta que Alemania reclamó la ciudad y, el 22 de marzo de 1939, el Gobierno lituano la entregó. Aunque dolorosa, esta cesión no fue nada en comparación con el trauma que iba a suponer la recuperación de Vilna. El 17 de septiembre de 1939, actuando de acuerdo con Alemania, la Unión Soviética invadió Polonia desde el este y conquistó los territorios fronterizos reclamados por Lituania. El 11 de octubre, Moscú obligó a los lituanos a firmar un “pacto de asistencia mutua” en el que cedían buena parte de su independencia y aceptaban la presencia de tropas soviéticas en su país, pero a cambio recuperaban Vilna y los territorios reclamados. El 16 de junio de 1940, tomando como excusa el amaño de unas elecciones, el Ejército Rojo invadió definitivamente el país.
Las purgas que siguieron afectaron a 14 000 elementos antisoviéticos, entre ellos 400 oficiales del Ejército, y 21 000 soldados (de los 28 000 que componían las fuerzas armadas) fueron enviados a Siberia.
Para entonces, los alemanes ya llevaban tiempo preparando la Operación Barbarroja, con la ayuda, entre otros, del coronel Kazys Skirpa, antiguo embajador en Berlín y fundador del Lietuvos Aktyvistų Frontas (LAF, “Frente Activista de Lituania”), bajo cuyo control operaban, en aquel momento, 36 000 activistas antisoviéticos. A cambio de su apoyo, lo que Skirpa quería de los alemanes era la restitución de la soberanía lituana, pero no se la iban a conceder.
Justo cuando la represión soviética parecía haber llegado a su fin, comenzó la invasión alemana.