Hace unas semanas dedicamos tres entradas a narrar las peripecias de Lituania, desde su recreación a raíz del final de la Primera Guerra Mundial hasta el final la segunda guerra mundial, en una serie que titulamos, genéricamente, Catástrofe Báltica, por los sufrimientos y errores cometidos por los dirigentes y nacionales de dicho país, que llevó a que su breve sueño de independencia acabara torciéndose rápidamente, y durante muchos años.
Catástrofe Báltica, Lituania en la Segunda Guerra Mundial (I).
Catástrofe Báltica, Lituania en la Segunda Guerra Mundial (II).
Catástrofe Báltica, Lituania en la Segunda Guerra Mundial (yIII).
Como Lituania no fue el único país que sufrió estas peripecias, retomamos hoy la serie para referirnos a Estonia, con la esperanza de poder hacer otro tanto, en el futuro, con Letonia.
Estonia es el más septentrional de los tres países y, en cierto modo, parece esquinado geográficamente entre el golfo de Finlandia al norte, el mar Báltico al oeste, Letonia al sur y Rusia (actualmente) al este; sin embargo, no se libró de entrar de lleno en los acontecimientos históricos de la época a la que nos referimos.
Cuando Alemania y Rusia firmaron, el 3 de marzo de 1918, el Tratado de Brest Litovsk, los primeros, en base a la idea de crear una serie de estados tapón, exigieron la independencia de Estonia, una píldora difícil de tragar para los soviéticos, ya que esta se encontraba demasiado cerca de la cuna de la Revolución: San Petersburgo-Leningrado. Dicho, es importante recalcar que los alemanes tenían sus propios planes para el nuevo país “independiente”: aprovechar la minoría alemana residente en el país para colonizarlo poco a poco y obtener beneficios tanto geoestratégicos como comerciales. Con un millón de habitantes, el país estaba poblado por un 90 % de estonios étnicos, un 8,2 % de rusos, un 0,7 % de suecos y un 0,4 % de judíos. Los alemanes bálticos, que debían servir como caballo de Troya, quedaban dentro del 0,7 % restante, sin embargo, en un país fundamentalmente agrícola, eran un porcentaje importante de los grandes terratenientes y de las clases medias urbanas; es decir, tenían el dominio económico del Estado.
Estonia declaró su independencia el 24 de febrero de 1918, antes de la firma del tratado, aprovechando que el país estaba bajo control alemán, aunque no pudieron ponerla en práctica hasta finales de año cuando, firmado el armisticio, las tropas germanas iniciaron su vuelta a casa. Detrás de ellos, desgraciadamente, se asomó el Ejército Rojo. Para detenerlo, el nuevo Estado, dirigido por Konstantin Päts como primer ministro, tuvo que improvisar un ejército para desplegarlo en el sector de Narva, en contra de los deseos de la inmensa mayoría de la población, rural, que no veía por qué debía luchar por unas ideas nacionalistas que eran propias de las clases urbanas, a las que no pertenecían y que no entendían. Así, las fuerzas de defensa lituanas acabarían formadas por unidades rusas antibolcheviques y voluntarios procedentes de Dinamarca, Suecia y sobre todo Finlandia (unos 3500 de estos últimos).
No era suficiente, y el nuevo Gobierno tuvo que prometer reformas agrarias para convencer a la población de que se sumara a filas, enfadando a cambio a los grandes terratenientes. La situación era muy difícil, y puede decirse que la pieza que finalmente salvó al país fue la Royal Navy, cuando un escuadrón se presentó ante Tallin con cañones suficientes como para convencer al Ejército Rojo de que Letonia era un objetivo más apetecible. Con la guerra trasladada hacia el sur, tropas estonias romperían el fuego por su vecina meridional tanto contra los bolcheviques como contra el Landwehr Báltico alemán, hasta que el nuevo Gobierno de Moscú, con otros problemas que resolver, cedió y, en 1920, abandonó “voluntariamente y para siempre” sus reclamaciones territoriales sobre Estonia.
Vaya no sabía que el sentimiento nacionalista había sido tan poco popular, hoy día la cosa es muy distinta.