Ayer no sucedió nada especialmente grave y, como las ondas de una piedra arrojada al agua, las consecuencias se extienden.
Hoy, en SAN PETERSBURGO, el Agregado Militar Belga informa de que se ha prohibido a la prensa que emita cualquier tipo de noticia o reportaje sobre una eventual movilización del ejército; mientras que en KIEV, el conde Hein, cónsul austríaco, informa de que todos los oficiales han vuelto a sus puestos y de que la ciudad está siendo cruzada por numerosos trenes de artillería, regimientos de cosacos y unidades de ingenieros que parten hacia Odessa y la frontera con Austria-Hungría.
No son los únicos informes sobre movimientos de tropas que llegan a las cancillerías: maniobras en el saliente polaco; desplazamiento hacia el oeste de la fuerza aérea rusas; infantería, artillería y cosacos posicionándose en la frontera; tropas partiendo de Batum hacia Varsovia. Los despachos consulares alemanes hablan también de minado de ríos, embargo de vagones de ferrocarril, prohibición de envío de telegramas cifrados alemanes desde la oficina de telégrafos de Moscú, etc.
Mientras, en LONDRES, el rotativo The Times publica un artículo que aboga por la intervención británica, que es lo que, al parecer, también quiere Lord Grey. En la reunión del gabinete de hoy empieza a presionar para saber en qué circunstancias aceptaría intervenir el gobierno: ¿Tal vez si Francia fuera atacada por Alemania? La respuesta es no. Es más, algunos de sus opositores amenazan claramente con dimitir si se toma semejante decisión. En consecuencia Grey, que había avisado al embajador austríaco de que Inglaterra no se quedaría al margen de una guerra en los Balcanes, tiene que desdecirse y decirle al Embajador Francés Paul Cambon que la opinión pública británica no apoyará una guerra por Serbia.
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