Dedicamos la entrada anterior de esta serie a dar un corto repaso de cuál iba a ser, según los planificadores y estrategas del almirantazgo, la forma de operar de la flota británica en caso de guerra; fundamentalmente, que la línea de batalla propia entre en contacto con la del enemigo y se produzca el siempre tan esperado como temido combate de acorazados. También es interesante recordar que, llegados a este punto, si bien la idea de base no había evolucionado con respecto a la Primera Guerra Mundial, los acorazados, propiamente dichos, sí. En 1939 eran mucho más poderosos que en 1918.
La flota británica del Pacífico en 1945, con los portaaviones plenamente integrados.
Dentro de esta forma de combate se había introducido, además, la fuerza aeronaval. Aunque algunos hablaban de batalla “poco ortodoxa”, se consideraba necesario que uno o varios portaaviones acompañaran a las flotas. ¿Con qué propósito?
En primer lugar, el reconocimiento. Una de las tareas más difíciles en este tipo de “guerra a cañonazos” debía ser localizar a la flota contraria, sobre todo si esta no deseaba ser encontrada. Conocer su ubicación no solo debía permitir cerrar distancias y atacar, sino también averiguar su rumbo, su velocidad y tal vez sus intenciones para poder entrar en combate en el momento más beneficioso tácticamente hablando. Esa era, creían los jefes navales, una de las funciones de los aviones embarcados.
11 de noviembre de 1940, los Swordfish atacan Tarento.
La segunda función que podemos mencionar deriva del problema anterior. Buscar la batalla está bien, pero dado el poder de la Royal Navy, era poco probable que algún enemigo decidiera darla, y lo más normal es que los barcos del contrario permanecieran en puerto, resguardados, amenazando al enemigo con su mera presencia. Por ello, se consideró también que las fuerzas aeronavales debían ser capaces de atacar las flotas enemigas en sus bases, obligándola a zarpar o a sufrir daños. Un ejemplo fue el raid previsto, en 1918, con aviones torpederos, contra la Hochsee Flotte germana en su base de Kiel, que no se llevó acabo porque terminó la guerra; aunque el caso más conocido sea el raid contra Tarento en noviembre de 1940, ya en plena Segunda Guerra Mundial, un acontecimiento del que los japoneses tomaron buena nota. Dicho esto, se consideró que este tipo de misiones, sobre todo si había bases aéreas en tierra cerca del puerto atacado, implicaban el riesgo de que los portaaviones sufrieran daños, o se perdieran, antes del combate principal.
La tercera misión que vamos a comentar se incardina en el marco de un combate naval ya celebrado o frustrado, cuando el enemigo ha dado media vuelta y se está retirando a toda máquina. En ese momento, escribió el almirante Keyes “el torpedo es la única arma que tenemos […] que nos permita tener la esperanza de fijar a un enemigo en retirada, y por ello, es de gran importancia para la flota británica”. La idea era que un ataque contra el buque insignia enemigo lo dañara como para provocar “una pérdida de velocidad suficiente […] que obligara al enemigo a entrar en acción. Un buen ejemplo de este planteamiento fue lo sucedido en la batalla del cabo Matapán, en 1941. Sin embargo, solo se hablaba de dañar, nunca se pensó que el arma aérea sería capaz de hundir los grandes acorazados modernos, un planteamiento que los británicos pagarían muy caro, pues la aviación japonesa demostró la falsedad de este planteamiento en diciembre de 1941, al hundir, solo con aviones, los acorazados Prince of Wales y Repulse en aguas de Malasia.
El Repulse y el Prince of Wales enfrentándose a su destino.
Finalmente, nos queda hablar del duelo entre aviones. Tomando las misiones anteriores en sentido contrario, quedaba plantearse la necesidad de que los aviones propios pudieran servir para derribar los aviones de ataque del adversario en los cielos sobre la flota, y sobre todo la necesidad de que acabaran con los aviones de reconocimiento enemigos, para que no informaran de la posición de la flota propia. Si bien el segundo de estos planteamientos encontró poca oposición, el primero, sin embargo, sí. Hubo oficiales navales que sostuvieron, al menos durante el periodo de entreguerras y durante los primeros compases de la contienda, que era mucho mejor emplear la artillería antiaérea del buque. Un ejemplo lo protagonizó el Ark Royal poco después de empezar la guerra, cuando ante un ataque aéreo alemán, su comandante ordenó guardar los cazas Skua dentro de los hangares y emplear exclusivamente las piezas antiaéreas.
En realidad los británicos en el Mediterraneo ya habían sufrido 3 un número importante de ataques aéreos sin consecuencias, por lo que la suposición de que unos busques en movimiento eran un blanco casi imposible no estaban tan infundadas. Claro que la aviación italiana no tenía el nivel de la japonesa.