El concepto de batalla que comentábamos en las dos entradas anteriores, en las que explicamos que la primacía doctrinal seguía siendo del acorazado, y cual había de ser la función del portaaviones en la flota, influyeron decisivamente en el desarrollo de la aviación naval. Por ejemplo, la idea de buscar el dominio del mar mediante un combate decisivo hizo que las ideas de protección del comercio, o el concepto de portaaviones de escolta, quedaran en segundo plano en lo que a doctrina y, sobre todo, adjudicación de recursos, tanto industriales como económicos se refiere. Entre los imaginativos conceptos que jamás llegarían a ver la luz podemos incluir los “portaaviones mercantes”, el resultado de todo esto, menos onírico, fue que una gran potencia mercante como el Reino Unido iba a entrar en guerra, en 1939, sin un solo portaaviones de escolta destinado a la protección del comercio.
El HMS Ark Roya fue sin duda uno de los portaaviones más famosos de la Royal Navy
Además, la idea de que los portaaviones iban a tener que operar junto con la flota, y en las restringidas aguas europeas, tuvo mucho que ver con el enfoque empleado para el diseño de estos buques, que serían naves acorazadas, capaces de seguir operando y a flote a pesar de encajar daños importantes –una circunstancia que, por otro lado, decía muy poco de la fe de la Marina en sus propios cazas embarcados–.
En cambio, como ya adelantamos en su momento, la fe del Almirantazgo en la defensa contra aviones, fue algo más elevada. “La flota, cuando está en el mar con su pantalla de destructores desplegada, es sin duda el blanco más formidable que pueda ser atacado por una formación aérea, y la presencia de aviones de caza para protegerla no es en absoluto prioritaria. Si están disponibles, deben ser considerados como una precaución añadida”. Estas palabras las escribió el almirante G. C. C. Royle, Quinto Lord del Mar y jefe del Naval Air Service, apenas dos meses antes de la campaña de Noruega de 1940, en la que se perdió un portaaviones, dos cruceros y siete destructores. El caso del primero, HMS Glorious, es una prueba clara de lo que venimos afirmando pues, cuando se topó con el Scharnhorst y el Gneisenau en el mar de Noruega, ni había desplegado su patrulla aérea ni tenía un solo avión de ataque listo para ser enviado al combate con rapidez.
El HMS Glorious, perdido en el mar de Noruega.
Hablando, precisamente, de los aviones, es interesante indicar que al estar los buques acorazados había menos espacio en los hangares, lo que tuvo como consecuencia buscar un modelo de avión embarcado que pudiera ser lo más versátil posible. En todo caso, entre esta circunstancia y la tardanza en desarrollar unas catapultas de lanzamiento eficaces, el resultado fue que el Ministerio del Aire tuvo escasa fe en la aviación embarcada, una situación demostrada por los diversos ejercicios, en las que esta fracasaba sistemáticamente a la hora de interceptar a la aviación “atacante”, hasta que llegó el radar en 1938-39. Dicho esto, podemos decir, para aliviar lo indicado, que hasta 1934 tampoco los japoneses tenían demasiado fe en la capacidad de la caza embarcada.
Y el Scharnhorst, uno de sus verdugos.
En la próxima entrada profundizaremos sobre estas comparaciones.
En la fase final de la IIGM los británicos enviaron una flota a Oriente para colaborar con los yankees. Uno de sus portas encajó el impacto de una kamikaze sin sufrir tantos daños como hubiera sufrido un porta yankee, precisamente por su blindaje.