La granada, como tantos otros artilugios debe su nombre a la palabra española granada, por la similitud de esta fruta granulada con los primeros artefactos.
La utilización de granadas se remonta a fechas muy anteriores a la aparición en Europa de la pólvora. Ya en tiempos remotos se lanzaban con las manos frascos de barro cocido o de cristal llenos de cal viva o de material incendiario, utilizados generalmente en los asaltos o defensas de plazas fuertes. Desde la segunda mitad del siglo XV comenzaron a fabricarse también granadas de hierro fundido, que parecían pelotas de piezas menores de artillería con la singularidad de tener un agujerito por donde se insertaba la pólvora y se ajustaba la mecha.
El concepto era el mismo, un tarrito lleno de contenido incendiario o explosivo, pero con el tiempo siguió evolucionando, pues con esto apenas si se causaban quemaduras o heridas de menor importancia en los adversarios. Entonces comenzaron a aparecer en Europa granadas que incluían residuos sólidos que explotaban a modo de metralla, infligiendo un daño mayor, cobrando importancia en el campo de batalla y justificando por tanto el que aparecieran unidades especiales en el uso de este arma.
Con el tiempo se formaron compañías especiales de granaderos, integradas por hombres diestros en el lanzamiento de estos artefactos. Estas primeras granadas de mano rudimentarias eran llevadas en una especie de morral de gran tamaño. Los granaderos no eran unos soldados cualesquiera, se trataba de cuadros escogidos de hombres que gozaban de un excelente estado físico y una buena dosis de arrojo, ya que su cometido precisaba sangre fría y unos brazos poderosos.
Entre los riesgos que presentaban estas armas no estaban solo los de explosiones prematuras, los granaderos también solían encabezar los asaltos a las fortalezas o a las trincheras de las posiciones fortificadas enemigas. Los sombreros de ala ancha propios del periodo, especialmente en el siglo XVII, fueron quedando paulatinamente en desuso por las dificultades que planteaban a los granaderos a la hora de poder llevar el mosquete colgado. Para que pudieran llevar el arma más fácilmente sobre sus hombros, se los acabó equipando con altos gorros de piel al estilo de los que vestían los Jenízaros turcos, lo que los hacía parecer más fieros y que se generalizaron en el siglo XVIII.
Frascos de fuego griego de los siglos X y XII, llamados por los españoles «piñatas» en el Mediterráneo
También se pusieron en práctica varias técnicas para incrementar el alcance de lanzamiento de las granadas. La más exitosa consistía en encajar un lanzador de tarros en el cañón del mosquete. La granada era encajada en el tarrito y en el momento apropiado se encendía la mecha. Entonces, el mosquete, cargado únicamente con pólvora, se disparaba en la dirección al enemigo.
No obstante, se trataba de unas técnicas bastante chapuceras y extremadamente peligrosas cuando fallaba el mecanismo de chispa. Una combinación de armas muy curiosa de este periodo, hecha por John Tinker en 1681 puede admirarse en la Torre de Londres. Tiene un lanzador de tarros a modo de cacha, articulada para permitir que el mosquete pudiera dispararse también de la manera ordinaria, con pelota.
Tenía un ajuste especial en la cazoleta que le permitía poder disparar de ambos modos, pelota o lanzamiento de granada, por separado. Una punta de acero incorporada a la culata estabilizaba el arma mientras se apuntaba y disparaba la granada. También aparecieron otros artilugios más específicos para disparar las granadas, como los morteros de mano, armas de fuego con una gran boca diseñadas específicamente para lanzar las granadas con tiro parabólico.
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Muy curiosa la última fotografía, un M-79 del XVII