La historiografía española ha señalado la batalla de Lepanto (1571) como el punto de inflexión del dominio cristiano en el Mediterráneo, pero si tenemos que ser justos, Lepanto no supuso el fin de las hostilidades entre cristianos y musulmanes por el dominio del Mare Nostrum.
Un año después de la derrota, el sultán Selim II volvía a disponer de una gran armada –de tamaño incluso superior a la que participó en Lepanto– con la que seguir sus expediciones por mar, pero esta vez, se centró en la mitad oriental del Mediterráneo y en expandir su imperio por las tierras balcánicas.
Para seguir presionando a su enemigo católico utilizó a sus aliados de Argel y del norte de África, más próximos a su rival, para diezmar a las poblaciones de la costa peninsular. Los ataques de los piratas musulmanes fueron una constante a lo largo del siglo XVI. Fue en ese mismo siglo cuando se empezó a construir una red de estructuras defensivas por toda la costa levantina y así, alertar y defender a las poblaciones marítimas de los ataques berberiscos.
Los ataques iban dirigidos a poblaciones pequeñas, masías aisladas, iglesias y conventos. Una vez realizado el pillaje y el rapto de la población –que luego era vendida como esclavos, o aguardaban en presidios del norte de África a que algún familiar pagase el rescate– las embarcaciones se dirigían de nuevo a sus bases para repartir el botín. A lo largo de la costa catalana se encontraban cuevas donde los piratas escondían el fruto de sus ataques. Las crónicas también señalan que la zona del Ebro era un escondrijo de piratas, ya que se la describía como una región desértica e insalubre donde estos asentaban sus campamentos.
El modus operandi de estos ataques era siempre el mismo, rápido y feroz, buscando el máximo botín posible y dejando la población antes de que los ejércitos regulares o las milicias populares de las localidades vecinas llegasen para repeler a los asaltantes. La brevedad de los ataques contrastaba con la larga penuria de las consecuencias. Algunas villas no se recuperaban nunca, otras tardaban años, y para los cautivos podían pasar años hasta que sus familiares conseguían recaudar el dinero del rescate.
Los años más difíciles para la gente de litoral fueron los de la alianza franco-otomana (1498-1559). Los piratas atacaban des de sus bases al sur y des de los puertos franceses del norte del Mediterráneo. Especialmente duros fueron los años 1542 y 1543. Los soldados franceses, en número de 70.000, invadieron el Rosellón mientras las embarcaciones moras atacaban de norte a sur toda la costa catalana. Las Islas Baleares también fueron saqueadas, Ibiza (1653), Mahón –quedo destruida en 1653– y Ciudadela –asediada y saqueada en 1658– fueron las más damnificadas.
Los ataques piratas por toda la zona del Mediterráneo occidental se cuentan por decenas en periodos cortos de tiempo.
Delante de esta ofensiva los reyes españoles plantearon diferentes soluciones a lo largo de los años. Carlos I apostó por la construcción de torres de vigía – o torres de moros – para avisar a las poblaciones de la llegada de las flotas piratas, una de ellas fue la torre de Montjuïc, en Barcelona. Esta edificación defensiva, con el paso de los años, acabaría siendo la base del futuro castillo de Montjuïc. Al mismo tiempo se fortificaron las poblaciones de costa como Mataró o se construyeron nuevos baluartes, como en Barcelona con la construcción del baluarte de San Ramón.
Felipe II, durante los primeros años de su reinado, siguió con la política defensiva de su padre, construyendo y fortificando torres y ciudades de la costa. Pero fue el primero en ver que la solución no pasaba por la pasividad, sino por tomar medidas ofensivas sobre las armadas piratas. En 1585 permitió que los hombres de Vila-joiosa – población diezmada por los ataques piratas – saliesen a la captura de naves moras con una patente de corso. Fue una excepción, el corso contra las naves africanas aun tardaría uno años en ser aplicado como medida ofensiva.
Fue durante el reinado de Felipe III que se abolió la prohibición de corso contra las naves moras. Coincide en el tiempo con la expulsión de los moriscos de la península en 1609, ordenada por el mismo Felipe III. El levantamiento del corso se produjo el 19 de julio de 1615 en toda la costa valenciana siguiendo el ejemplo que su padre aplicó para Vila-joiosa en 1585.
Un cambio que propició las patentes de corso dadas por el rey, fue el auge del corsarismo balear. Este fue en aumento en contraposición al declive del maltés. Los ataques de los piratas en las costas de la península favorecieron que las gentes de las Islas Baleares se erigieran como los defensores de esta sección del Mediterráneo occidental. Los malteses que tan bien habían servido en la defensa contra el turco veían, ahora, que les era imposible mantener su papel de policía marítima de la Monarquía Hispánica tan lejos de su base, la isla de Malta.
Los años finales del siglo XVI vieron como los piratas musulmanes no eran los únicos que actuaban en el Mediterráneo, un nuevo grupo estaba dispuesto a hacerles la competencia. Eran los piratas ingleses, que hicieron varias incursiones en las costas valencianas y catalanas.
Los habitantes de los pueblos de mar de la costa peninsular mediterránea, acabaron siendo grandes navegantes, y como bien apunta Àngel Juaniquet, muchos se lanzaron a la mar en busca de fortuna. Algunos se convirtieron en berberiscos trapicheando libremente sin la prohibición del corso, otros se fueron al descubrimiento del Atlántico juntamente con bucaneros franceses, truhanes holandeses e ingleses, que los llevaron a Virginia y Terranova. Otros se fueron como filibusteros a les posesiones del rey de España en las Indias Occidentales.
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