En la primera entrada de esta serie explicamos la evolución de la Marina veneciana a lo largo del siglo XVIII y dejamos planteada la cuestión de las galeras. A pesar de la mejora experimentada por las naves de vela, a lo largo de este siglo la Serenísima República de Venecia siguió disponiendo de una flota de galeras. Fueron más o menos veinte casi hasta final de siglo, y en 1797 todavía había tres en construcción. Sus funciones fueron patrullar las difíciles costas dálmatas, apoyar o efectuar operaciones anfibias y remolcar a otros buques. Todo ello sin olvidar diversas ocasiones, y naves, ceremoniales. Última ventaja de la galera, eran más baratas y, sobre todo, para un país que disponía de escasos recursos forestales, consumían menos madera.
A partir de aquí todo eran desventajas. Las galeras eran mucho menos potentes a la hora de combatir, también aguantaban menos tiempo de mar y se deterioraban con mucha más rapidez que un navío de línea o una fragata. Para terminar, un problema más de las galeras era la chusma, los remeros que las propulsaban. Los miembros de este grupo se reclutaban en Grecia, en Dalmacia y en los penales; y qué hacer con ellos cuando la galera volvía al arsenal y era desarmada, se fue convirtiendo en un problema.
Así, como hemos indicado, la flota veneciana cada vez se centró más en las naves de vela. Veamos algunas de sus características. Para empezar, se trató de naves de fondo plano. La razón es fácil de entender: un navío de gran calado no podía entrar en la laguna para llegar hasta el arsenal. El proceso era complejo, pues antes de meterlo en la laguna había que colocar el navío entre dos pontones, que lo elevaban para reducir su calado. El primer modelo de buque de 70 cañones empleado por los venecianos fue el Giove Fulminante, con 38 m de eslora (la misma que una galera) y 10,9 de manga; hasta que en torno a mediados de siglo fue sustituido por el San Carlo Borromeo, muy similar en sus características. En todo caso, la presencia de estas “clases” no debe llevar a pensar en una intensa producción, nada más lejos de la realidad ya que a menudo los barcos tardaban décadas en construirse. Valga el ejemplo del Forza, que se comenzó en 1719 y se terminó en 1774.
En realidad, a lo largo de este siglo Venecia no tuvo la necesidad de desplegar una gran flota. En consecuencia, muchos barcos se comenzaban y se quedaban en los astilleros listos para ser completados y puestos en servicio rápidamente cuando surgiera la necesidad, cosa que no sucedería. Entretanto, y salvando la concentración de flotas de cierta importancia para misiones concretas como el ataque a Túnez, la flota veneciana confió sobre todo en buques de menor porte como los jabeques, polacras o bergantines y, para la defensa de la laguna, especialmente en las cañoneras.
En lo que a las operaciones navales se refiere, durante este periodo la flota de la Serenísima dispuso de dos bases fundamentales: Venecia y Corfú. Situadas a ambos extremos del Adriático, desde ellas se podía controlar todo este mar y combatir el corso en cualquier punto del mismo, y desde la base griega se podía también controlar los accesos, tanto desde las islas de levante como desde la costa africana. Era allí donde se concentraban los convoyes de mercantes que luego se dirigían hacia las costas otomanas y, en caso de necesidad, tenía capacidad para efectuar reparaciones menores en los navíos de guerra.
Dicho esto, el corazón del poder naval de la Serenísima fue el arsenal de Venecia. Quienes hayan estado en la ciudad tal vez hayan tenido la ocasión de acercarse al mismo. Protegido por una muralla flanqueada por varios torreones, el único acceso al arsenal era el rio dell’Arsenale, que desembocaba en el Gran Canal más allá de la plaza de San Marcos. En su interior, que ocupaba unas 25 ha, se construían, armaban y desarmaban los barcos. Allí había depósitos de material, gradas a cielo abierto, hangares y fábricas como las de cordajes y velas, o fundiciones de artillería. Se trataba, como otros muchos arsenales de su época, de un polígono industrial completo que daba trabajo a centenares de familias (1750 personas entre 1780 y 1790). A lo largo del siglo, estos trabajadores iban a formar un bloque muy unido e incluso violento a la hora de defender sus derechos. A su favor estaba su pericia, en contra, los constantes problemas laborales que plantearon a la república, sobre todo cuando se presentaba una carga de trabajo extraordinaria.