Batallas navales – 1759 Bahía de Quiberon (III)

Una partida de abordaje inglesa apenas tuvo tiempo de desmontar y llevarse como trofeo el mascarón de un sol de rayos dorados que adornaba su proa. No pudieron hacerse con sus espléndidos cañones de bronce hechos de viejas campanas, cobre sueco, cobre amarillo y puro estaño.

Los británicos también tenían sus problemas. Durante las horas de oscuridad, tanto el Essex como el Resolution encallaron y no pudieron ser liberados. Tras evacuar a sus tripulaciones, fueron incendiados. La mayoría de los navíos franceses lograron salir de las aguas confinadas en el transcurso del 21 de noviembre, pero de un grupo menos afortunado que tuvo que deshacerse de cañones y equipo para tratar de rebasar la barra de la desembocadura del río Vilaine, a uno, el Inflexible, se le partió la quilla y no se le volvió a ver, y el resto quedaron inmovilizados durante buena parte del año.

El navío Juste, de 70 cañones, también acabó siendo otra víctima de la maniobra de la escuadra de Hawke al encallar en la desembocadura del rio Loira. La victoria del marino inglés, añadida a la victoria del mes de agosto de Edward Boscawen en la batalla de Lagos, no solo frustró por completo el intento de invasión francesa de las islas británicas, sino que humilló a la marina francesa ante los ojos de sus soldados de infantería.

«No cabía imaginar una consternación mayor en la Corte y la Capital», escribiría un marino francés desde París. «Estas noticias lo habían ensombrecido todo». Los resultados eran desastrosos. Una escuadra de 23 navíos de línea había perseguido a otra de 21 y la había derrotado contra sus propios acantilados, con la pérdida de siete navíos y las vidas de 2.500 hombres, por parte francesa, frente a la pérdida de 2 navíos británicos, cuyas tripulaciones fueron salvadas. La maniobra de Hawke había hecho realidad la máxima de Chantham de que, «las medidas más audaces son las más seguras».

El almirante había imbuido a sus hombres de tal confianza que durante el reto de la guerra utilizaron los fondeaderos de Quiberon como si fuesen los suyos propios. Se desembarcaron partidas en las isletas francesas y algunas de ellas fueron empleadas como huertas en las que se cultivaban verduras para las dotaciones marineras de los navíos.

Nada resume mejor la victoria que un pasaje del despacho que envió Hawke a Londres, en el que decía, «cuando pienso en la estación del año, las duras galernas del día en que se llevó a cabo la acción, el enemigo a la fuga, las pocas horas de luz que quedaban y la costa en la que estaban, no puedo más que afirmar con contundencia que todo lo que era posible hacer se ha hecho. En cuanto a las pérdidas que hemos sufrido, debemos tener en cuenta la necesidad en la que me encontraba, corriendo todos los riesgos imaginables con el fin de neutralizar a la poderosa fuerza enemiga. De haber dispuesto de otras dos horas de luz, toda la escuadra enemiga hubiese sido destruida o capturada, ya que estábamos a punto de alcanzar su vanguardia cuando anocheció».

La audacia de Hawke al meter su escuadra en unas aguas poco conocidas y de gran peligro no tiene prácticamente igual en las acciones navales del siglo. Hawke tenía una confianza absoluta en la calidad y pericia de sus navíos y capitanes. También conocía la psicología de sus enemigos, a los que se había enfrentado con anterioridad y los había estudiado sin descanso. Conocía las limitaciones de los marinos franceses y los principios bajo los que gobernaban sus escuadras, que eran un mero apéndice de su ejército.

Hawke tendría un gran ascendiente sobre la marina británica. Vivió lo suficiente como para ver a muchos de sus capitanes de Quiberon llegar a los empleos más altos, y la tradición se mantuvo viva en grandes marinos posteriores como Howe, St. Vincent, Duncan o Nelson, que siempre miraron con orgullo los triunfos de la Royal Navy en la Guerra de los Siete Años.

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