La reorganización de la Marina germana de 1939 tuvo su origen en la era de la República de Weimar, cuya última iniciativa se plasmó en el Plan de reorganización de 1932, que previó medidas que, si bien iban en contra del Tratado de Versalles, eran los suficientemente limitadas como para poder ser mantenidas en secreto. Estas fueron la organización de la estructura para la creación de una flota de submarinos y de una aviación naval, y el aumento del personal en 50 oficiales cadetes y 1400 suboficiales y marineros. Acciones más concretas, como la construcción de submarinos o de un portaaviones, se dejaron específicamente para más adelante.
De hecho, ni siquiera la llegada de Hitler al poder aceleró el proceso de creación de una fuerza naval, pues los primeros fondos que recibió la marina, a partir de febrero de 1933, fueron empleados en la compra de armas y munición, en el refuerzo de las defensas costeras y en la construcción y mejora de los puertos.
Lo cierto es que, como ya había adelantado Von Tirpitz con ocasión de la creación de la flota imperial alemana antes de 1914, una marina era algo que no se podía crear de un día para otro; una idea con la que el almirante Erich Raeder estaba plenamente de acuerdo, y que expondría a Hitler desde el primer momento, pero que este no llegaría a entender del todo y, como veremos –y al igual que sucedió con el Ejército de Tierra y la Fuerza Aérea– la recreación de la flota alemana fue un proceso improvisado y caótico.
Uno de los elementos fundamentales del proceso fue la selección de un objetivo para la marina. Durante la República de Weimar se había pensado tan solo en el control de las rutas navales del Báltico, una idea a la que, tras su llegada al poder, Hitler, cuya mentalidad era fundamentalmente continental, se adhirió en parte, pues al principio optó por una marina costera, con el fin de no entrar en conflicto con Gran Bretaña, como había sucedido en la guerra anterior. Esta idea casaba perfectamente, además, con el programa económico nazi, que abogaba por reducir las exportaciones e importaciones ultramarinas para sustituirlas por intercambios por vía terrestre con los países fronterizos, con lo que ya no sería necesaria una marina poderosa para controlar las rutas navales más allá del Báltico. No era el único que estaba de acuerdo con este principio, sino que también lo estaban el Ejército de Tierra y la Fuerza Aérea, así como los altos mandos de la Wehrmacht (las fuerzas armadas, que engloban tierra, mar y aire), que preferían que los fondos para el rearme fueran a sus respectivos servicios.
Pero por supuesto, quien no podía compartir estas ideas era la propia marina, cuyos teóricos siempre habían planteado que el objetivo debía ser proyectar su poder sobre los océanos. Dada la oposición a la que se enfrentaba, Raeder comprendió enseguida que para evitar que su servicio se viera relegado a un papel menor, tenía que engatusar a Hitler. Parece que así lo hizo en la primera reunión que ambos sostuvieron, en abril de 1933, y a través del memorando que redacto sobre ella, donde el almirante dio una de cal y otra de arena indicando primero que estaba de acuerdo con los límites impuestos por el Tratado de Versalles, pero añadiendo después que iban a necesitar submarinos y al menos un portaaviones; abogando por la “igualdad de derechos” con las demás potencias navales, un argumento con el que Hitler solo podía estar de acuerdo; y señalando a Francia como el enemigo a batir al solicitar que el “acorazado de bolsillo D”, planificado para ser construido en 1934, fuera el equivalente del francés Dunkerque. “La marina jamás apuntará a la Gran Bretaña como enemigo”, rezaba, finalmente, el memorándum, sino que había que mantener la posibilidad de que esta fuera “elegible como aliada”. Los argumentos colaron, y pronto se aceleraría la construcción naval, aunque no sin ciertos problemas, como veremos en posteriores entradas.