Si todo hubiera sucedido acorde al guion, hoy hubiera tocado hablar de portaaviones (otra vez), sin embargo, un guion se interpuso en el camino y debo decir que la inspiración me mueve a cometer lo que tal vez sea una injusticia. Voy a ser claro. Ayer topé con la película Churchill (1917), dirigida por Jonathan Teplitzky e interpretada por Brian Cox, es la que se estrenó el pasado verano, que narra las acciones del primer ministro británico Winston Churchill en los días anteriores al desembarco de Normandía (6 de junio de 1944). Como el personaje me parece sumamente interesante, me dispuse a pasar un rato entretenido. A continuación vienen algunos spoilers, pero no muchos.
La película empieza con una escena de playa en la que un anciano Churchill se debate penosamente por recoger su sombrero, que le ha sido arrebatado por una ráfaga de aire, de un agua llena de sangre. Hace casi treinta años y no consigo olvidarlo, o algo así, dice el protagonista, y mi mandíbula cae unos centímetros. Teniendo en cuenta que el desembarco, al que obviamente se refiere, tuvo lugar el 6 de junio de 1944, y que Churchill falleció el 24 de enero de 1965 (21 años después), nos hallamos, obviamente, ante una peli de fantasmas. O algo así, porque en la fantasmada siguiente vemos al protagonista, aún anciano, caminando en una playa cubierta de cadáveres y restos. Como poco Omaha, una Omaha muy sangrienta, pero se trató de una playa norteamericana. ¿Pretende hacernos creer el guionista en un catastrófico y cruento desembarco británico en las otras playas? Tengo que revisar esa escena para ver qué uniformes se han utilizado. Desde luego, las bajas en las playas británicas fueron mínimas.
Nos plantamos, por fin, en junio de 1944. Aquí Churchill ya no es aquel anciano con poca movilidad, sino el vital primer ministro del último año de guerra. Me limpio las legañas, recoloco la mandíbula y me dispongo a darle algo de cuerda a la película. El protagonista está ensayando uno de sus discursos mientras se dirige a una reunión importante fumando, en el coche, un puro que apenas humea (luego si lo hará, al menos en las escenas de exteriores). En algún lugar lo esperan el rey de Inglaterra y tres de los comandantes más importantes del momento: sir Alan Brooke, Eisenhower y Montgomery. El discurso es para ellos, y se compone, fundamentalmente, de una lista de aviones, soldados, barcos y demás medios que se van a emplear para desembarcar en Normandía. La mandíbula vuelve a caer. ¿Acaso desconocían los reunidos dichos datos? ¿Por qué se lo explica el británico? Surge de inmediato la sospecha de que nos hallamos ante un burdo truco para ilustrar al espectador, al que se presupone un total ignorante. Sigamos. Entonces, Churchill se opone. Faltan un mínimo de seis días para el desembarco y descubrimos que el primer ministro británico lo que pretende es convencer a sus jefes militares para que lo cancelen. La película pasa de lo llamativo a lo ridículo, y la mandíbula de entreabierta a una incómoda postura de incredulidad.
Winston Spencer Churchill fue un personaje que levantó, y levanta, tanto odio como admiración, fue, sin ninguna duda, uno de los políticos fundamentales del siglo XX y, desde luego, no fue el inconsciente senil que nos muestra la cinta. Sin duda intervino mucho en la planificación militar, mucho más de lo que desearon los generales aliados, insistió en inútiles campañas en el Egeo y en que se progresara en Italia para atacar el “bajo vientre” de Europa, pero desde luego no en los días anteriores a la operación Overlord, el desembarco de Normandía, que llevaba meses planificándose y que iba a ser la ofensiva más importante de la guerra y, por supuesto, no se opuso a dicho plan cuando iba a ser ejecutado. La conversación que hemos citado introduce, además, uno de los leitmotivs de los primeros veinte minutos de la película: incontables jóvenes serán masacrados en esta acción. No es que Churchill tenga otro plan, es que está convencido de que el día D será un fracaso. En ese momento, un hilillo de baba caía ya de mi incrédula mandíbula, y el modo crítico no estaba en on, sino en alerta máxima.
Una conversación en la que Eisenhower le acusa de haber participado en dos guerras del siglo pasado (el XIX) y Churchill se ofende aumenta el ridículo un grado más. ¿Por qué iba a molestarse Churchill por haber estado en Omdurman, o en la Guerra de los Boers? Pero la guinda es la escena en la que visita el cuartel general de Montgomery y “descubre” que las playas del desembarco tienen una anchura de unos ochenta kilómetros. Hay que desembarcar en un sector más ancho o nuestros jóvenes serán masacrados, arrecia un Churchill senil al que Montgomery está enseñando sus planos en plan démosle una chocolatina para que se marche de una vez. En ese momento, el botón de stop y una larga noche de descanso se convirtieron en mi mejor opción, pues mi mandíbula no daba para más.
Decía al principio que iba a ser sin duda injusto con esta crítica. Debo reconocer que no vi la película al completo, los primeros veinte minutos bastaron. Tal vez se trate de una cinta surrealista en la que Eisenhower acabará bailando claqué en Noruega mientras Hitler convierte el agua del Volga en Schnapps que bebe junto a Stalin en una gran ceremonia de hermanamiento. Tal vez se trate de una alegoría sobre lo que pudo ser y no fue. Estoy deseando que alguien intervenga y me tranquilice, destroce esta crítica y me anime a retomar la película con un espíritu más pausado. Entre tanto, me quedo con la frase de Andrew Roberts, biógrafo de Churchill: “Nunca, en la historia de la cinematografía, se han incluido tantos engaños plausibles en una película tan larga por tan pocos guionistas”. La batalla de Inglaterra empieza de nuevo.