Como narramos en la entrada anterior, los Dakotas habían firmado dos tratados con los Estados Unidos, uno en 1837 y otro en 1851, ambos fallidos. Por la parte de los estadounidenses, por una mezcla de avidez, negligencia y desinterés, que nadie piense que los colonos que se instalarían posteriormente en las tierras “compradas” a los indios lo hicieron con la intención, o el conocimiento, de usurpar algo que no les pertenecía. Por otro lado, tal vez sería injusto considerar a los expoliados como criaturas inocentes e incapaces de malicia. Sin duda sus jefes tendrían sus propias ambiciones. Y tampoco hay que olvidar que al dejar de ser nómadas y sedentarizarse, el cambio cultural que se les pedía era enorme.
Como dijimos en su momento, la situación aún iba a empeorar. Cuando el tratado de 1851 llegó al Senado estadounidense, este inició un larguísimo proceso de ratificación que acabó con la eliminación de la cláusula que permitía que los indios mantuvieran una reserva en Minnesota. Según el cuerpo legislativo, habían vendido sus tierras y debían abandonarlas. Además, la tardanza tuvo dos consecuencias inmediatas. Para los colonos que empezaban a concentrarse al este del Mississippi, sin recursos ni trabajo, a la espera de que se abriera el acceso a las nuevas tierras, ponerse en marcha era una cuestión vital. O se instalaban en de una vez al oeste del Mississippi o sus ahorros desaparecerían y no tendrían cómo sobrevivir. Así que muchos cruzaron sin esperar más instrucciones, internándose en Minnesota. Para los indios, que esperaban la ratificación del tratado para empezar a cobrar lo que se les debía, y que vieron como los colonos invadían sus tierras y se instalaban en ellas sin haber recibido nada, debió de ser ultrajante.