En la entrada anterior vimos las contramedidas aliadas contra los ataques kamikaze. Incluso con la potencia de fuego antiaérea desplegada por las flotas, resultaba difícil detener a un avión kamikaze en su picado final.
Los manuales de entrenamiento japoneses hacían hincapié en la importancia de realizar tácticas evasivas hasta el último momento y aunque muchos pilotos carecían de la pericia de hacer otra cosa que no fuese un ataque directo a través de la cortina de fuego antiaéreo, otros sí que resultaron ser un dolor de cabeza para los artilleros antiaéreos.
Pasadas las 11.30 horas, el drama parece terminar. En la flota japonesa, el Shokaku, inutilizado pero reparable, navega en dirección opuesta a la batalla mientras el resto de la flota se dirige, lo más deprisa que puede, hacia la última ubicación de la flota norteamericana. Esta se halla, sin duda, en una situación mucho más difícil. El Enterprise ha recibido varios impactos de bombas, pero tiene propulsión y aunque dos de sus ascensores están inservibles y la cubierta de vuelo ha sido dañada, al menos puede hacer aterrizar a sus pilotos en la mitad de popa. La situación del Hornet, en cambio, es grave. El buque no tiene propulsión, y si se está desplazando a una velocidad de entre 3 y 4 nudos es gracias al cable de remolque tendido desde el Norhtampton, una solución frágil que falla en varias ocasiones. Entretanto, el contralmirante Murray se ha visto obligado, como Nagumo, a trasladar su bandera a bordo de un crucero. En este caso el Pensacola.
El traslado del contralmirante, a las 11.45, supone el pistoletazo de
salida de un proceso de evacuación de mayor calado, pues el capitán Mason, al
mando directo del Hornet, ordena el traslado de 75 heridos a bordo de los
destructores, junto con 800 marineros cuyas tareas son innecesarias a bordo del
moribundo leviatán.
La Marina estadounidense afirmaba en mayo de 1945 que «la mejor defensa contra el bombardero suicida es un CIC bien entrenado y coordinado [CIC, Centro de Información de Combate; un puesto de dirección en cada barco y un barco en cada grupo, generalmente el buque insignia, que proporciona una coordinación central de toda la información de combate] y una agrupación de cazas».
Las medidas tomadas por los japoneses para confundir a los oficiales de cubierta de vuelo y al centro de información de combate han sido expuestas en entradas anteriores. Resultaron efectivas en Filipinas, donde según estimaciones de la Marina, solo el 17 % de todos los kamikazes que iniciaron aproximaciones de ataque fueron derribados por la patrulla aérea, en comparación con el 50 % derribados por la artillería antiaérea.
A las 10.18 de la mañana del 26 de agosto la batalla parecía agotada. Los aviones embarcados de ambas flotas habían atacado al enemigo, quedando herido el portaaviones japonés Shokaku en el bando imperial, y muy gravemente dañado el Hornet y con un par de agujeros el Enterprise en el caso estadounidense. Entonces, el vicealmirante Kondo, que por lo que sabía de los ataques aéreos propios creía que el enemigo se había quedado sin portaaviones, anunció que iba a atacar con los buques de superficie. Para ello, ordenó al portaaviones Junyo que, escoltado por dos destructores, fuera a reunirse con los portaaviones de Nagumo.
El refuerzo es bienvenido pues el Shokaku estaba en llamas, aunque al
menos no había perdido propulsión y se estaba dirigiendo hacia el noroeste a 31
nudos, secuestrando de paso al jefe de la escuadra. Debieron de ser momentos
amargos para el vicealmirante Nagumo, que sin duda debió de acordarse como
había tenido que abandonar su buque insignia, el Akagi, durante la batalla de
Midway. Aun así, pero no sin dudas, decidió, finalmente, trasladar de nuevo su
pabellón. Era la segunda vez que se veía obligado a abandonar su navío de mando
durante aquella infausta guerra.
Ediciones Salamina apuesta por el teatro de operaciones del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial con su reciente publicación de una de las obras clásicas sobre la batalla de Midway.
Este estudio de la batalla de Midway fue retraducido a partir de la obra original japonesa y publicado por el Instituto de Historia Naval de Estados Unidos en 1992, incluyéndolo en su colección de Clásicos de la Literatura Naval. Ampliamente reconocido por las revelaciones y puntos de vista de sus autores, el libro va más allá del relato de la batalla que cambió las tornas en la Guerra del Pacífico, ahondando en sus orígenes profundos y ofreciendo un agudo análisis crítico de las causas de la derrota japonesa.
En las entradas anteriores asistimos a los primeros ataques aéreos, casi simultáneos, contra las flotas de ambos contendientes. Entre las 9.10 y las 9.25 de aquella mañana el portaaviones estadounidense USS Hornet había recibido varios impactos gravísimos. Más o menos a esta última hora, también el Shokaku recibió el impacto de al menos una bomba, que le produjo daños, pero por aquel entonces era sumamente improbable hundir un gran buque solo con este tipo de arma, y mientras que el portaaviones norteamericano había quedado muerto sobre el mar, el nipón había podido iniciar el camino de vuelta hacia la base de Truk a una velocidad de 23 nudos. La diferencia, fundamental, era que a los japoneses aún les quedaban aviones de ataque en el aire.
A las 9.49 horas de aquel día fatídico el vicealmirante Halsey envió un
mensaje a Noumea: “Hornet herido”. Poco después, el contralmirante Murray, al
mando del buque solicitó que este, en llamas y escorado sobre el mar, fuera
remolcado. La buena noticia, por otro lado, era que gracias al apoyo de los
destructores Morris, Russell y Mustin, cuyas mangueras estaban rociando el
portaaviones de agua, los fuegos estaban bajo control.
Eran las 8.55 de la mañana del 26 de octubre de 1942 cuando los quince bombarderos del Hornet dirigidos por el capitán de corbeta Widhelm avistaron a la Fuerza de Vanguardia de Abe, en la que no había portaaviones, y su jefe decidió seguir adelante en busca del blanco más preciado. Mientras lo hacían, su buque recibió la brutal paliza que narramos en la entrada anterior.
A las 9.15, los portaaviones japoneses se hicieron por fin visibles
sobre el horizonte, y se inició un duro combate contra los Zero de la patrulla
aérea de combate en el que Widhelm cayó derribado sobre el mar, junto con otro
compañero, mientras que otros dos SBD recibían daños y tenían que iniciar el
viaje de vuelta. Durante estos minutos de combate, el jefe de la escuadrilla
había comunicado por radio repetidas veces, casi con desesperación, la posición
de los buques nipones, para que los torpederos del Hornet, que habían realizado
la ruta por su cuenta, pudieran llegar hasta ellos. Sin éxito. Tras haber
agotado su radio de alcance, los torpederos iban a tener que iniciar la vuelta
sin haber logrado encontrar a los portaaviones enemigos. Tampoco los aviones del
Enterprise lo conseguirían.
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