Esteban Pérez Bolívar, autor de Los raids de la Décima Flotilla MAS, nos cuenta en este extracto de su libro el siguiente episodio entre el submarino italiano Gondar, equipado con torpedos tripulados, y un buque británico perteneciente a lo que Goebbels denominó la Flotilla Chatarra.
Tras ser convertido en una moderna nave nodriza para el transporte de torpedos tripulados, el submarino Gondar, con tres torpedos tripulados en sus compartimientos estancos de cubierta, acechaba el 29 de septiembre de 1940 al largo del puerto de Alejandría de Egipto. Mientras esperaba la noche para enviar tres parejas de saboteadores contra las naves en puerto, su misión fue anulada por el Cuartel General de la marina italiana debido a la ausencia de blancos importantes. Iniciada la retirada el Gondar se topó con el destructor australiano HMAS Stuart, un buque tan obsoleto y vetusto que Joseph Goebbles lo incluyó en lo que los nazis llamaron, despectivamente, la Flotilla Chatarra…
Alugnas de las audaces incursiones de ataque a puertos de la Décima Flotilla MAS italiana tuvieron lugar en la bahía de Algeciras, y más concretamente en el fondo del puerto de Gibraltar. A continuación os dejamos un extracto del nuevo libro de Esteban Pérez Bolívar (autor de Zafarrancho Podcast).
Allí, cubierto por las aguas de la parte más septentrional de la bahía de Algeciras, Borghese asignó los blancos a sus hombres usando la información recabada con el periscopio durante la penetración: Tesei, que guiaba el maiale con más autonomía, debía atacar el acorazado más lejano, el que estaba amarrado más al interior del puerto.
Dejamos el otro día al príncipe Borghese de la Xª Flotilla MAS intentando convencer al almirante Doenitz sobre la viabilidad de un ataque al puerto de Nueva York.
Borghese asentía rememorando todo lo sucedido en los últimos quince meses. Aparte de un crucero pesado, el HMS York, se habían hundido tres buques mercantes con un desplazamiento total de 32.000 toneladas en el ataque a la bahía de Suda. Luego en el mes de septiembre en Gibraltar, mandaron al fondo del mar al gigantesco petrolero Denby Dale, y los torpedos de la Décima habían hundido también al buque Durham y al petrolero Fiona Shell.
Una cálida y húmeda noche de junio de 1942 el príncipe Valerio Borghese, de la Marina Real italiana asistía como invitado a una cena organizada en el Cuartel General del Arma Submarina alemana en el Bosque de Boulogne a las afueras de París.
El caballero italiano era oficial del arma submarina de la Supermarina, el ministerio naval del gobierno italiano. Su anfitrión durante esa velada era también un valeroso submarinista, aunque de mucho mayor nivel. Se trataba del Almirante Karl Doenitz, comandante en jefe de la flota de submarinos alemana y padre de las tácticas de las manadas de lobos, la pesadilla de la marina mercante anglo-norteamericana en el teatro de operaciones del Atlántico Norte.
La flota submarina italiana nunca fue demasiado buena, y en cuanto a su flota de superficie, debido a errores de mando y de concepción operacional, nunca llegó a rendir todo su potencial. Sin embargo, donde si tuvo más éxito la marina italiana fue en el uso de armas de ataque no convencionales, como las lanchas explosivas.
Estas eran muy parecidas a lo que es actualmente una lancha deportiva. De fondo plano, unos cinco metros de eslora y muy poco calado, estaban hechas para la velocidad; con un motor muy potente, pero con escasa autonomía. Las tripulaba por un solo hombre, cuyo puesto de pilotaje era minúsculo ya que toda la sección de proa estaba llena de explosivos, con sus correspondientes espoletas.
La táctica de empleo de estas unidades, que ya habían dado buenos resultados durante la Primera Guerra Mundial, era relativamente simple, y muy parecida a la de un torpedo, solo que tripulado durante la mayor parte de su recorrido. Para poder emplearlas hacía falta que la mar estuviera en calma total. Entonces, eran trasladadas hasta su punto de partida por una nave de mayor tamaño, un destructor, por ejemplo, y largadas sobre el mar a pocas millas de su objetivo. Desde allí se acercaban disimuladamente para, en el último instante, acelerar con toda la potencia de sus motores y lanzarse directamente hacia sus blancos para impactar contra ellos. Por supuesto no eran armas suicidas, y los pilotos tenían que trincar el timón y saltar antes de que se produjera el impacto, lo que delegaba gran parte de la eficacia del ataque en el cuajo de quienes tripulaban las lanchas, ya que cuanto más tarde las abandonaran más fácil era que acertaran a su objetivo. Una vez que la lancha impactaba, solía destrozarse contra el casto del barco atacado, de modo que la carga se hundía hasta que las espoletas de profundidad la detonaban, destrozando la obra viva del buque atacado.
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