El 30 de enero de 1933, un agitador político, ex golpista fracasado y líder del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, fue nombrado canciller de Alemania por el Presidente Paul von Hindemburg, finiquitando la república de Weimar y abriéndose una nueva y oscura etapa de la historia alemana contemporánea, la era del nacismo, que solo duraría doce años, pero dejaría al país arrasado.
Si bien la ideología nazi fue el paradigma del ultranacionalismo, la violencia y la agresividad militar, hay que dejar claro que estas tendencias eran más comunes de lo que se piensa en la sociedad alemana de entreguerras. Asociaciones de veteranos, grupos paramilitares, como el Stahlhelm, y organizaciones de diversas orientaciones políticas, llevaban cultivando la necesidad de que Alemania volviera a ser una nación fuerte, que había que borrar la vergüenza del “diktat” de Versalles y el mito de la “puñalada en la espalda” desde 1918. Una de estas agrupaciones, muy institucionalizada, era la Reichswehr, el ejército alemán surgido del tratado de Versalles. Reducido a no más de 100 000 efectivos, que sin derecho a tener aviones, submarinos u otras armas modernas, llevaba clamando y trabajando por la necesidad de que Alemania se rearmara desde 1919, y aunque los diversos gobiernos de la era de Weimar permitieron que sus jefes implementaran políticas de rearme en secreto, los años transcurridos hasta 1933 habían sido bastante estériles. Ninguno de los cancilleres democráticos de Alemania estaba dispuesto a arriesgar la posición internacional del país favoreciendo públicamente un rearme en contra de las estipulaciones del tratado de Versalles, sino que esperaban, mediante la colaboración con las demás naciones firmantes, lograr una revisión del mismo que les permitiera ocupar nuevamente su lugar en la política internacional.